El orden natural
No conozco a ningún buen aficionado a la música ni melómano irreductible que ordene alfabéticamente su colección de discos -sé que este tema ya lo he tocado alguna vez; me repito-. Sería, de hecho, una desconcertante sorpresa dar con uno. Tan desconcertante como cuando he visto, en los grandes centros comerciales, a los buenos de AC/DC al lado de Abba, a los Ramones junto a Ramoncín en el estante de música nacional o a Led Zeppelin en la Z porque -¡válgame Dios!- ordenan por el apellido. Por eso, cuando entro en una tienda y observo que el orden sigue un criterio estrictamente personal sé que, aunque no coincida al cien por cien con el mío propio, no solo no tendré ningún problema en encontrar lo que busco sino que me resultará mucho más cómodo. Sé que nos vamos a entender. Porque si yo busco el “All things must pass” de George Harrison, me basta con localizar la cubeta de los Beatles para saber que estará allí, junto a los de Lennon o los de su viejo amigo el compositor de jingles almibarados. Y tampoco me sorprenderá encontrar a continuación los vinilos de los Stones, seguidos de los Who, los Kinks y The Animals. Es lo normal, el orden natural de las cosas que para nada necesitan de esa guía para no iniciados que es el alfabeto. Igual que si busco a Dylan me resultará lo más normal del mundo cruzarme con Leonard Cohen, Tim Buckley y Cat Stevens todavía sin turbante. Y si leo en una etiqueta “Costa oeste” sé, sin atisbo de duda, que ahí están Jefferson Airplane, Grateful Dead, Canned Heat y los Doors, que comparten cubeta, cómo no, con el gran Hendrix. Naturalmente aquí los Led Zeppelin no están en la Z sino junto a Deep Purple, que a su vez dan paso a Rainbow. Todo en orden. Todo racional y sobre todo comercial e inteligente, ya que si ando detrás del “L.A. Woman” y no está, pues me llevo el “Electric Ladyland”. O si quiero el “Blonde on Blonde” puedo terminar llevándome también el “Song of love and hate”. Y todos contentos: el dueño porque hace negocio y yo porque me llevo algo que me entusiasma y que, más tarde o más temprano, habría acabado en un estante en mi casa. Es obvio que esta no es la tienda a la que irá mi tía en Navidad a comprar un regalo “porque me gustan los discos”. Suponiendo que llegara a encontrarla, el tipo de los tatuajes que habita tras el mostrador de la entrada la inquietaría lo suficiente como para darse media vuelta camino del corteinglés, cuyo gran mérito -no hay que desmerecer- es el tíquet de regalo para una devolución más que segura: saben que contigo nunca aciertan. Pero vaya, que cada uno a lo suyo, que yo también ando perdido en otros campos de batalla: las tallas de los sujetadores, por ejemplo, que me parecen un galimatías inextricable, y si no sopeso primero los volúmenes de todas las dependientas, nunca sé cual tengo que llevarme envuelto para regalar.
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