La mesa
Es viernes a última hora de la tarde. Ella me llama: “Estoy en el leroymerlin, con mi madre. Mira, la mesa que nos gusta está de oferta. Además, como sólo queda la de exposición, nos hacen un treinta por ciento de descuento. Me la he estado mirando y está muy bien; y casi regalada. ¿Qué te parece?”. Me parece cojonudo, cómo no. Nos hemos pasado los fines de semana del último mes arreglando la terraza, que buena falta le hacía: Hemos puesto cemento, alicatado, pintado las paredes y barnizado las losetas del suelo después de pasar con el machete para arrancar la jungla de musgo. Ha quedado de lo más resultona. Y ahora sólo nos faltaba cambiar la vieja mesa plegable de camping por algo bonito: una mesa de madera, para exterior, con sus cuatro sillas a juego.
Cuando dejan de ser útiles, todas las cosas se convierten en un trasto, por muchos recuerdos que se tengan asociados. Y os puedo asegurar que alrededor de una mesa hay muchos recuerdos, sobre todo si tiene, cómo esta, unos treinta años. Quizás la mesa sea, junto a la cama, la pieza del mobiliario más viva, la que atesora más historias bonitas, de esas para recordar y revivir siempre que se tiene la ocasión. Pero en un piso pequeño no hay lugar para sentimentalismos, y mucho menos para trastos.
Subir cuatro pisos por la escalera con la mesa no ha sido fácil, pero ya está instalada en la terraza. He plegado la vieja mesa de camping y la he bajado al contenedor de la basura. Por plegable que sea, es una mesa grande y no tengo dónde dejarla. Aprovechando que estaba en la calle, he cruzado al colmado de los chinos a comprar unas cervezas. Ya de vuelta, mientras esperaba el semáforo en rojo, ha aparecido el camión de la basura. De un salto han bajado un par de basureros y entre los dos han lanzado mi vieja mesa a las fauces del camión, que con minuciosa eficacia ha empezado a masticar hasta triturarla. Supongo que guardaba la secreta esperanza de que la cogiera alguien para darle una nueva vida, para que a su alrededor se juntaran nuevas personas con algo que celebrar al aire libre. Pero no ha sido así. Ante mis narices he podido contemplar el fin de mi vieja y querida mesa de camping. En el tiempo que dura un semáforo en rojo han cruzado ante mí infinidad de viejos y olvidados recuerdos. He visto la mesa llena de las sepias y pulpos que íbamos a pescar cuando apenas tenía catorce o quince años. Los porrones de cerveza con gaseosa con que acompañábamos el pescadito frito que sacábamos de la playa a finales de verano, cuando los bancos de arena se acercaban a la orilla y el agua hervía de vida. Los paquetes de calçots envueltos en periódicos con que nos atiborrábamos en los meses de febrero de tantos años cuando todavía mis padres estaban en el camping. O las tantas cenas al fresco en la terraza de casa; esas primeras cenas en las que todo es esperanza y deseo o esas otras con los amigos que terminaban en desayuno con madalenas al amanecer.
Al subir de nuevo a casa, ella ya había dispuesto la nueva mesa para la cena. Una cena de estreno como mandan los cánones. He abierto una lata de un excelente foie que me trajeron de Hungría y después descorchado el Foreau Clos du Naudin Vouvray Moelleux 1989, una botella de vino blanco del Loira ligeramente dulce que tenía guardada para una ocasión como esta y que no ha defraudado las expectativas. El delicado sabor del foie combinado con el vino, de un color dorado intenso y que era como estar tomando uvas con miel, junto a la mejor compañía posible, han convertido la inauguración oficial de la terraza en una velada inolvidable. Ha sido extraordinario. Espero que esta atesore alrededor tantos y tan buenos recuerdos como la anterior.
Cuando dejan de ser útiles, todas las cosas se convierten en un trasto, por muchos recuerdos que se tengan asociados. Y os puedo asegurar que alrededor de una mesa hay muchos recuerdos, sobre todo si tiene, cómo esta, unos treinta años. Quizás la mesa sea, junto a la cama, la pieza del mobiliario más viva, la que atesora más historias bonitas, de esas para recordar y revivir siempre que se tiene la ocasión. Pero en un piso pequeño no hay lugar para sentimentalismos, y mucho menos para trastos.
Subir cuatro pisos por la escalera con la mesa no ha sido fácil, pero ya está instalada en la terraza. He plegado la vieja mesa de camping y la he bajado al contenedor de la basura. Por plegable que sea, es una mesa grande y no tengo dónde dejarla. Aprovechando que estaba en la calle, he cruzado al colmado de los chinos a comprar unas cervezas. Ya de vuelta, mientras esperaba el semáforo en rojo, ha aparecido el camión de la basura. De un salto han bajado un par de basureros y entre los dos han lanzado mi vieja mesa a las fauces del camión, que con minuciosa eficacia ha empezado a masticar hasta triturarla. Supongo que guardaba la secreta esperanza de que la cogiera alguien para darle una nueva vida, para que a su alrededor se juntaran nuevas personas con algo que celebrar al aire libre. Pero no ha sido así. Ante mis narices he podido contemplar el fin de mi vieja y querida mesa de camping. En el tiempo que dura un semáforo en rojo han cruzado ante mí infinidad de viejos y olvidados recuerdos. He visto la mesa llena de las sepias y pulpos que íbamos a pescar cuando apenas tenía catorce o quince años. Los porrones de cerveza con gaseosa con que acompañábamos el pescadito frito que sacábamos de la playa a finales de verano, cuando los bancos de arena se acercaban a la orilla y el agua hervía de vida. Los paquetes de calçots envueltos en periódicos con que nos atiborrábamos en los meses de febrero de tantos años cuando todavía mis padres estaban en el camping. O las tantas cenas al fresco en la terraza de casa; esas primeras cenas en las que todo es esperanza y deseo o esas otras con los amigos que terminaban en desayuno con madalenas al amanecer.
Al subir de nuevo a casa, ella ya había dispuesto la nueva mesa para la cena. Una cena de estreno como mandan los cánones. He abierto una lata de un excelente foie que me trajeron de Hungría y después descorchado el Foreau Clos du Naudin Vouvray Moelleux 1989, una botella de vino blanco del Loira ligeramente dulce que tenía guardada para una ocasión como esta y que no ha defraudado las expectativas. El delicado sabor del foie combinado con el vino, de un color dorado intenso y que era como estar tomando uvas con miel, junto a la mejor compañía posible, han convertido la inauguración oficial de la terraza en una velada inolvidable. Ha sido extraordinario. Espero que esta atesore alrededor tantos y tan buenos recuerdos como la anterior.
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