Sobre lo privado
En condiciones normales, si uno se pone a reflexionar sobre el espacio privado, sobre la importancia y el significado de ese perímetro físico y mental que delimita lo que llamamos hogar, esa reflexión le llevará ineluctablemente -incluso sin saberlo- a los textos de Hannah Arendt, de Heidegger y de otros tantos que ignoro -hasta llegar a Grecia- que le hablarán largo y tendido de su lógica y necesaria configuración ante el espacio público, de la particularidad del umbral como un no lugar, por no ser ni público ni privado sino todo lo contrario, de la propia etimología de las palabras que definen esos espacios como origen de su función y necesidad y demás requiebros filosóficos.
Eso en condiciones normales. Pero si uno tiene la casa en obras... ¡Cómo cambia la perspectiva! Porque de repente se toma plena conciencia de que ese espacio es algo más que la mera privacidad: ahí habita lo íntimo, el perímetro no se limita a encerrar y ocultar nuestra mundana trivialidad de miradas extrañas sino que es un espacio acogedor, confortable y apacible. Un espacio donde descansar y estar tranquilo ante cualquier amenaza exterior, aunque sólo sea una artificiosa sensación de seguridad; un pequeño rincón donde todo se rige según un orden deliberado, donde cada cosa tiene su sitio y cada sitio mantiene un equilibrio con el entorno. Todo este espacio privado nos permite una predecible rutina sobre nuestro futuro inmediato, sin contratiempos ni sobresaltos: dónde me siento a leer, qué cenaré, dónde dormiré, dónde y cuando voy a darme una ducha o la libertad de pasearme desnudo desde esa ducha hasta el tendedero a coger una toalla. En resumidas cuentas, ese espacio, más que un lugar, es el individuo y es su propio estado de ánimo. Es el individuo mismo no por lo que delimita sino por cómo se habita.
Pero toda esa cúpula que nos aísla de lo público se resquebraja y desmorona cuando uno tiene la casa en obras. De repente el espacio deja de ser íntimo y privado porque personas extrañas empiezan a recorrerlo y a establecerse durante prolongados periodos de tiempo. De repente deja de ser apacible y acogedor cuando se llena de ruidos, polvo, sacos de mortero, montones de runa y cajas de herramientas. De repente deja de ser confortable cuando esos espacios van siendo destruidos y los objetos cotidianos cambian de sitio o se extravían y se amontonan formando efímeros y grotescos bodegones. De repente ese espacio privado deja de ser habitable, que es su razón última y única y uno debe largarse para convertirse en un pasajero en tránsito, en un viajante de paso alojado en cualquier hotel. Ya no es un individuo celoso de su intimidad: es un habitante del umbral. Y eso, créanme, es agobiante y sobre todo agotador.
Eso en condiciones normales. Pero si uno tiene la casa en obras... ¡Cómo cambia la perspectiva! Porque de repente se toma plena conciencia de que ese espacio es algo más que la mera privacidad: ahí habita lo íntimo, el perímetro no se limita a encerrar y ocultar nuestra mundana trivialidad de miradas extrañas sino que es un espacio acogedor, confortable y apacible. Un espacio donde descansar y estar tranquilo ante cualquier amenaza exterior, aunque sólo sea una artificiosa sensación de seguridad; un pequeño rincón donde todo se rige según un orden deliberado, donde cada cosa tiene su sitio y cada sitio mantiene un equilibrio con el entorno. Todo este espacio privado nos permite una predecible rutina sobre nuestro futuro inmediato, sin contratiempos ni sobresaltos: dónde me siento a leer, qué cenaré, dónde dormiré, dónde y cuando voy a darme una ducha o la libertad de pasearme desnudo desde esa ducha hasta el tendedero a coger una toalla. En resumidas cuentas, ese espacio, más que un lugar, es el individuo y es su propio estado de ánimo. Es el individuo mismo no por lo que delimita sino por cómo se habita.
Pero toda esa cúpula que nos aísla de lo público se resquebraja y desmorona cuando uno tiene la casa en obras. De repente el espacio deja de ser íntimo y privado porque personas extrañas empiezan a recorrerlo y a establecerse durante prolongados periodos de tiempo. De repente deja de ser apacible y acogedor cuando se llena de ruidos, polvo, sacos de mortero, montones de runa y cajas de herramientas. De repente deja de ser confortable cuando esos espacios van siendo destruidos y los objetos cotidianos cambian de sitio o se extravían y se amontonan formando efímeros y grotescos bodegones. De repente ese espacio privado deja de ser habitable, que es su razón última y única y uno debe largarse para convertirse en un pasajero en tránsito, en un viajante de paso alojado en cualquier hotel. Ya no es un individuo celoso de su intimidad: es un habitante del umbral. Y eso, créanme, es agobiante y sobre todo agotador.
1 comentario:
Hola, ruego que disculpes este asalto. Pero querría preguntarte si por casualidad estudiaste en la escuela Pegaso de Barcelona en los años ochenta, si tus iniciales son R.S.V. y si te suenan estos nombres: damià, rosa, andreu, marga, gemma, mario, victor... si es así, y te interesa ponerte en contacto, mándame un mail a dammala@hotmail.com, estamos intentando un reencuentro en 2011, el año de cumplir los 40, y ya somos unos cuantos.
Si me he equivocado, como te decía al principio, mil disculpas.
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