Arrebato tercero (desde las tripas)
Te lo había advertido infinidad de veces, pero hablar contigo era darse de cabezazos contra una pared. No te importaba nada. Parecías permanentemente cabreada contigo misma por estar viva, castigándote y castigando a los demás, a la gente que te quería, precisamente por eso, porque te hacían sentir el centro de atención, te hacían sentir importante y tu no querías más que pasar por la vida sin hacer demasiado ruido, de puntillas o arrastrándote.
Hacía tiempo que había renunciado a convencerte. No era flaqueza por mi parte, al contrario. Lo entendía –todos lo entendíamos- como un mal menor. Sabíamos que nuestras insistencias acabarían por alejarte de nosotros, que era justo lo que pretendíamos evitar. Aunque tu no te dieras cuenta, o quizás sí, quizás precisamente por eso, necesitabas estar protegida. Y precisamente esa necesidad de protección era la razón que te estimulaba a herirnos constantemente. No soportabas tu propia debilidad, pero mucho menos que tuviera conocimiento de ella. Me odiabas por eso y quizás fuera eso lo que te hacía avanzar cada vez más hacia el límite, descender peldaño a peldaño hacia un nuevo infierno particular del que no tenías intención de salir ni de ser rescatada. Te aferrabas a él.
Paradójicamente ese pasar sin dejar huella fue lo que más me marcó. Te habías metido sin quererlo en un círculo vicioso del que no podías salir. Tu forma desmadejada de moverte, las ropas prestadas que vestías, el pelo ahora largo y despeinado para, de un día para otro, rapártelo con la maquinilla de tu padre. Tu carácter irascible e inestable, era lo que te confería esa personalidad arrolladora de la que querías huir.
Yo por entonces era un crío. Aún no había cumplido los dieciocho y tú rondabas los veinticinco. Podría decir que no sabía que te aprovechabas de mí, que mi ingenuidad me hacía inocente, pero sería falso. Sabía perfectamente que me buscabas y te ofrecías por una única razón. Lo sabía pero no me importaba demasiado. Era yo como podía haber sido cualquier otro, así que en realidad yo también me aprovechaba de esa situación. No voy a excusarme. Yo buscaba sexo y tú buscabas drogas, y de paso obtenías sexo. Se podría definir como un perfecto ejemplo de simbiosis. Ambos obteníamos un beneficio. La única diferencia era que a ti te costó la vida y a mí, como mucho, una fugaz mala conciencia.
Yo por esa época andaba, como tantos otros, sobre el filo de la navaja. Estaba en esa edad en que todo es nuevo y todo hay que probarlo para conocer los propios límites. Por ese motivo, por ese desconocimiento del límite, las borracheras eran constantes y las visitas al ambulatorio con comas etílicos frecuentes. Pero no me bastaba el alcohol. Jugaba y jugábamos con todo tipo de caramelos y acabé convertido en un camello a pequeña escala. Todos los amigos, conocidos y amigos de los amigos y conocidos venían a tratar conmigo. Y tú no eras ajena a esas transacciones. Pero tú nunca tenías dinero. Tú nunca tenías nada. Venías a verme, echábamos un polvo y sin salir de la cama te enrollabas la goma en el brazo. Cuando venías se amontonaban en mi cabeza toda una cascada de sentimientos encontrados. Era el hecho de saber que iba a disfrutar de tu cuerpo y tu experiencia en la cama, pero también de la angustia de verte bombear la sangre dentro de la jeringuilla para mezclarla con el caballo. El verte caer al abismo en mi cama que aún olía a sudor y a sexo. En realidad todos andábamos sobre el filo de la navaja, pero a ti parecía que te gustaba cortarte hasta sangrar.
También me tranquilizaba saber que te pinchabas estando yo presente. Ese era el peor momento, justo cuando eras más débil y frágil. Por eso te daba la droga. El sexo era casi una excusa. Teníamos un acuerdo sin palabras, entre amigos, para alejarte de esos descampados, esos mercados ambulantes de camellos donde todo el mundo sabía como entraba por nadie como salía. De todos modos era imposible controlarte. Demasiado a menudo habíamos tenido que ir a recogerte, la ropa hecha jirones arrebujada a tu alrededor, para llevarte a casa o al hospital. En esas ocasiones la bilis acudía a mi garganta y las lágrimas centelleaban en mis ojos. Hijos de puta –pensaba- no os bastaba con follárosla todos que además teníais que pegarle una paliza. Era rabia, impotencia. Desprecio.
Pero ese día llegamos tarde. Nos dijeron que te habían visto junto a la gasolinera del kilómetro 11. Ese era uno de los peores sitios. La gasolinera estaba cerrada por la noche y no había nada en varios kilómetros a la redonda. Fuimos a buscarte y cuando llegamos te vimos en medio de la autovía. Llevabas una camiseta y unas bragas que en algún momento habían sido blancas. Los pantalones los encontramos más tarde junto al depósito de coches. Tenías tu cazadora de cuero a modo de muleta y estabas toreando a los coches que pasaban a toda velocidad por la autovía, haciendo sonar el claxon para que te apartaras. Pero tú no te apartabas. Te acercabas cada vez más para hacer un pase de muleta, tambaleándote a cada gesto, a cada paso. Hasta que llegó el Opel Kadett. El primer golpe te debió partir todos los huesos de las piernas y te elevó para hacer añicos el cristal del coche con tu cabeza. Volaste por encima en varias vueltas de campana hasta estrellarte contra el asfalto. Ahí seguramente ya estabas muerta, pero tenía que venir detrás el autobús que hace la ruta de Barcelona a Castelldefels. Si no hubiera frenado, si sólo hubiera pasado por encima de ti, quizás a día de hoy no tendría pesadillas. Pero el conductor decidió frenar. Tu cuerpo quedo atrapado en las ruedas del autobús y fue arrastrándote sobre el asfalto, fundiéndote como un trozo de mantequilla sobre una rebanada de pan caliente.
Te lo había advertido infinidad de veces. Si te pasa algo te pegaré una paliza que te moleré los huesos. Pero cuando me acerqué a lo que quedaba de ti, no encontré nada que moler. Estabas extendida a lo largo de cien metros de asfalto de la autovía y de ti ya sólo quedaba mi recuerdo.
Hacía tiempo que había renunciado a convencerte. No era flaqueza por mi parte, al contrario. Lo entendía –todos lo entendíamos- como un mal menor. Sabíamos que nuestras insistencias acabarían por alejarte de nosotros, que era justo lo que pretendíamos evitar. Aunque tu no te dieras cuenta, o quizás sí, quizás precisamente por eso, necesitabas estar protegida. Y precisamente esa necesidad de protección era la razón que te estimulaba a herirnos constantemente. No soportabas tu propia debilidad, pero mucho menos que tuviera conocimiento de ella. Me odiabas por eso y quizás fuera eso lo que te hacía avanzar cada vez más hacia el límite, descender peldaño a peldaño hacia un nuevo infierno particular del que no tenías intención de salir ni de ser rescatada. Te aferrabas a él.
Paradójicamente ese pasar sin dejar huella fue lo que más me marcó. Te habías metido sin quererlo en un círculo vicioso del que no podías salir. Tu forma desmadejada de moverte, las ropas prestadas que vestías, el pelo ahora largo y despeinado para, de un día para otro, rapártelo con la maquinilla de tu padre. Tu carácter irascible e inestable, era lo que te confería esa personalidad arrolladora de la que querías huir.
Yo por entonces era un crío. Aún no había cumplido los dieciocho y tú rondabas los veinticinco. Podría decir que no sabía que te aprovechabas de mí, que mi ingenuidad me hacía inocente, pero sería falso. Sabía perfectamente que me buscabas y te ofrecías por una única razón. Lo sabía pero no me importaba demasiado. Era yo como podía haber sido cualquier otro, así que en realidad yo también me aprovechaba de esa situación. No voy a excusarme. Yo buscaba sexo y tú buscabas drogas, y de paso obtenías sexo. Se podría definir como un perfecto ejemplo de simbiosis. Ambos obteníamos un beneficio. La única diferencia era que a ti te costó la vida y a mí, como mucho, una fugaz mala conciencia.
Yo por esa época andaba, como tantos otros, sobre el filo de la navaja. Estaba en esa edad en que todo es nuevo y todo hay que probarlo para conocer los propios límites. Por ese motivo, por ese desconocimiento del límite, las borracheras eran constantes y las visitas al ambulatorio con comas etílicos frecuentes. Pero no me bastaba el alcohol. Jugaba y jugábamos con todo tipo de caramelos y acabé convertido en un camello a pequeña escala. Todos los amigos, conocidos y amigos de los amigos y conocidos venían a tratar conmigo. Y tú no eras ajena a esas transacciones. Pero tú nunca tenías dinero. Tú nunca tenías nada. Venías a verme, echábamos un polvo y sin salir de la cama te enrollabas la goma en el brazo. Cuando venías se amontonaban en mi cabeza toda una cascada de sentimientos encontrados. Era el hecho de saber que iba a disfrutar de tu cuerpo y tu experiencia en la cama, pero también de la angustia de verte bombear la sangre dentro de la jeringuilla para mezclarla con el caballo. El verte caer al abismo en mi cama que aún olía a sudor y a sexo. En realidad todos andábamos sobre el filo de la navaja, pero a ti parecía que te gustaba cortarte hasta sangrar.
También me tranquilizaba saber que te pinchabas estando yo presente. Ese era el peor momento, justo cuando eras más débil y frágil. Por eso te daba la droga. El sexo era casi una excusa. Teníamos un acuerdo sin palabras, entre amigos, para alejarte de esos descampados, esos mercados ambulantes de camellos donde todo el mundo sabía como entraba por nadie como salía. De todos modos era imposible controlarte. Demasiado a menudo habíamos tenido que ir a recogerte, la ropa hecha jirones arrebujada a tu alrededor, para llevarte a casa o al hospital. En esas ocasiones la bilis acudía a mi garganta y las lágrimas centelleaban en mis ojos. Hijos de puta –pensaba- no os bastaba con follárosla todos que además teníais que pegarle una paliza. Era rabia, impotencia. Desprecio.
Pero ese día llegamos tarde. Nos dijeron que te habían visto junto a la gasolinera del kilómetro 11. Ese era uno de los peores sitios. La gasolinera estaba cerrada por la noche y no había nada en varios kilómetros a la redonda. Fuimos a buscarte y cuando llegamos te vimos en medio de la autovía. Llevabas una camiseta y unas bragas que en algún momento habían sido blancas. Los pantalones los encontramos más tarde junto al depósito de coches. Tenías tu cazadora de cuero a modo de muleta y estabas toreando a los coches que pasaban a toda velocidad por la autovía, haciendo sonar el claxon para que te apartaras. Pero tú no te apartabas. Te acercabas cada vez más para hacer un pase de muleta, tambaleándote a cada gesto, a cada paso. Hasta que llegó el Opel Kadett. El primer golpe te debió partir todos los huesos de las piernas y te elevó para hacer añicos el cristal del coche con tu cabeza. Volaste por encima en varias vueltas de campana hasta estrellarte contra el asfalto. Ahí seguramente ya estabas muerta, pero tenía que venir detrás el autobús que hace la ruta de Barcelona a Castelldefels. Si no hubiera frenado, si sólo hubiera pasado por encima de ti, quizás a día de hoy no tendría pesadillas. Pero el conductor decidió frenar. Tu cuerpo quedo atrapado en las ruedas del autobús y fue arrastrándote sobre el asfalto, fundiéndote como un trozo de mantequilla sobre una rebanada de pan caliente.
Te lo había advertido infinidad de veces. Si te pasa algo te pegaré una paliza que te moleré los huesos. Pero cuando me acerqué a lo que quedaba de ti, no encontré nada que moler. Estabas extendida a lo largo de cien metros de asfalto de la autovía y de ti ya sólo quedaba mi recuerdo.
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(sugerencia de consumo)
Leer desde las tripas con Heroin de Velvet Undergroud de fondo...
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