lunes, 7 de mayo de 2007

Solo y observado

El domingo por la mañana –fue al mediodía, mentiroso- tuve un arrebato de saludable conciencia y decidí coger la bici. A la pereza habitual que representa cogerla, hay que añadir que vivo en un cuarto piso sin ascensor y que el penoso descenso por una escalera estrecha sólo es superado por el posterior ascenso, con el agravante del cansancio en las piernas.

Además, en mi barrio no existe el llano. O subes o bajas. La zona por la que me suelo mover es una colina salpicada de casitas con jardines, parques ahora floreados y, en la parte alta, un bosque de pinos trenzado de caminos de tierra. Me gusta subir, porque la bajada a tumba abierta –algún día tendré un susto- me descarga las piernas y desata la adrenalina.

El día era soleado, muy agradable. Empecé a subir hacia la pineda y me bastaron cinco minutos de pedaleo –plato medio, piñón grande- para darme cuenta que soy como Induráin en primavera. El maldito polen decidió sabotearme la ascensión y tuve que parar, sin poder respirar apenas, los ojos llorosos y moqueando como si tuviera una manguera enchufada en mis narices. Vaya, que tuve que regresar a casa y optar por un paseo a pie.

Viendo como estaban las pastelerías, llegué a creer que ayer regalaban los pasteles. Estaba a punto de ponerme al final de alguna de las larguísimas colas, pues una caña de trufa me la hubiese comido, cuando recordé que no, que era debido al día de la madre, que por suerte no hay más que una. Así que seguí mi paseo. Me paré un par de veces a tomar una caña y a preguntar el resultado del partido del día anterior, que ya conocía, para poder charlar de algo. La pregunta es infalible. Genera debate, aunque suele ocurrir que abandono el bar cuando la discusión entre la parroquia todavía no ha alcanzado el clímax.

El día invitaba a ocupar la calle y las terrazas de los bares. Así fue hasta las dos y media, más o menos, que la gente empezó a abandonar el espacio público para dirigirse a casa de sus madres respectivas. Yo anduve un buen rato más, hasta llegar a las vías del tren, un espacio abandonado entre descampados, obras y gatos. Me llamó la atención algo que me pareció extraño. Un patio en el que dos gatos se paseaban tranquilamente sin que las palomas que lo ocupaban parecieran sentirse amenazadas. Me acerqué y pude ver que cojeaban. Uno de una pata delantera; el otro arrastraba una pata trasera. Ambos esqueléticos. Las palomas se limitaban a moverse, evitando quedarse a menos de un metro de los felinos lisiados.

Después regresé a casa, caminando por calles desérticas. A esa hora, lo único que identificaba el día como familiar, era la cantidad de coches mal aparcados que me crucé por el camino.

Ya en casa me puse a escribir, pero no lo consideré publicable. Dudo si es peor estar rodeado de gente y sentirse solo que estar solo y sentirse observado.


(sugerencia de consumo)
El desierto de Lhasa de Sela, pese a que suena un poco mal...

3 comentarios:

marta dijo...

Como alguien me dijo un día: (Bendita) SOL (de mi) EDAD.

arrebatos dijo...

Aunque no es lo mismo buscar la soledad que estar rodeado por ella.

Calamaro -quién si no- cantaba "no estoy solo, me acompaña mi propia soledad".

Anónimo dijo...

Esos gatos tan solos...

Y la soledad tuya, en otra coordenada del tiempo.