miércoles, 10 de noviembre de 2010

Coloso

En el mundo del arte, y sobre todo y particularmente en la música, existe un tipo de genio que no requiere del amplificador de mitos y virtudes en que los convierte su muerte para que sean considerados leyendas. En distintos ámbitos, generación tras generación, surgen estos personajes con cuentagotas. Generaciones enteras quedarán huérfanos de ellos, mientras que otras podrán lucir un buen puñado que pasearán por el mundo su colosal sombra mucho antes de que la posteridad los una a otros personajes legendarios. Bien, pues Sonny Rollins es una de estas leyendas vivas. Y no lo es porque lo diga yo, sino porque otros personajes legendarios tales que Miles Davis, Charlie Parker, John Coltrane o Thelonious Monk lo han reconocido como uno de ellos. Y porque el disco que grabó en 1956, “Saxophone Colossus” con el genial Max Roach a la batería, fue visionario definiendo lo que era y lo que llegaría a ser, convirtiéndose de hecho en su sobrenombre.

En mi imaginario particular, el jazz habita en pequeños y oscuros clubes de mesitas íntimas y recogidas, hilvanando sus notas entre tintineo de martinis y volutas de humo. Pero ni siquiera esta desubicación del entorno ensombreció lo más mínimo el recital de maestría que nos ofreció el Coloso el miércoles pasado en L'Auditori. Arrancó con un frenético torbellino de su saxo tenor, como si fuera la continuación de su anterior concierto en Barcelona y no las primeras notas que empezaban a llenar el auditorio; desde el primer momento el público respondió a su llamada y se dejó llevar por esas maravillosas y pegadizas melodías que constantemente se encargaba de abandonar en solos alucinantes que iban y venían, como si su música fuera elástica y le permitiera alejarse del ritmo principal y volver de nuevo a él tantas veces y de la forma que quisiera. Quizás la única evocación a esa intimidad que necesita el jazz fuera ver a Sonny Rollins cerrando el círculo que formaban sus cuatro músicos, tocando largos pasajes de cara a ellos y de espaldas al público. El círculo lo completaban Bob Cranshaw al bajo, Kobie Watkins en la batería, Sammy Figueroa con la percusión -todos impecables- y Peter Bernstein con la guitarra, permitiendo con su virtuosismo sucesivos descansos al maestro para que recuperara el aliento -portentoso a sus ochenta años- mientras él acometía extraordinarios solos con las seis cuerdas. Pero, que nadie lo dude, el protagonista absoluto fue Sonny Rollins, que en seguida volvía a recuperar la batuta ya fuera para llevarnos de nuevo hacia un remolino que viajaba paralelo a la base rítmica y se alejaba hasta perderla, ya para devolvernos a todos al redil de la melodía principal.

El miércoles pasado, Sonny Rollins bailó sobre el escenario a pesar de su notable cojera, tocó con la energía de un joven y la maestría de un anciano, se dirigió al público, hizo bromas y, en fin, demostró que sigue siendo el único “Saxophone Colossus”.


(sugerencia de consumo)
Sonny Rollins en L'Auditori de Barcelona

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Los habitantes de la ciudad griega de Sibaris eran conocidos por su aversión al trabajo y su molicie. Llegaron a prohibir que se establecieran herreros, caldereros, ni siquiera animales. Hoy el término sibarita ha quedado como sinónimo de persona amante de los placeres exquisitos.

arrebatos dijo...

También yo soy conocido por mi aversión al trabajo.