viernes, 8 de junio de 2007

Retratos

“Tengo por costumbre no tener costumbres“.

Javier es ese tipo de persona, parca en palabras, que antes de abrir la boca han pensado lo que quieren decir barajando pros y contras, para después buscar meticulosamente con qué palabras lo van a expresar. Un auténtico fetichista de las sentencias y aforismos propios, salpicados de refranero popular. Sin embargo, precisamente por esa concisión, a menudo se siente obligado a hacerte partícipe de toda la secuencia de razonamientos que lo han llevado a esa afirmación tan categórica. Ese día no fue una excepción, así que tras su “tengo por costumbre no tener costumbres“, continuó hablando pausadamente, masticando las palabras.

“Esta obsesión mía es culpa de Auster y Auggie. Me gustó la idea de las fotografías, pero sé que jamás podré seguir un horario estricto, así que esa la descarté antes incluso de ser planteada. En realidad, esto ni siquiera empezó siendo un proyecto deliberado. Simplemente un día salí a la calle, cámara en mano, y empecé a robar rostros de mujeres. Me daba igual si eran guapas o feas, jóvenes o viejas, morenas o rubias. La única exigencia era que fueran desconocidas para mí y que debía robarles el rostro sin que ellas se dieran cuenta. Empecé con una Nikon de 35mm compacta, a la que le han seguido un par de cámaras digitales, también compactas. Las primeras fotografías las llevé a revelar, pero cierto pudor me decidió a montarme un pequeño estudio de revelado casero. Y hasta hoy.”

Percibí algo extraño, por novedoso, en toda esa explicación. Ya he mencionado que Javier es parco en palabras, pero por encima de eso, es extremadamente celoso de su vida privada. Pese a frecuentarlo desde hacía unos pocos años, las conversaciones con él nunca se había alejado de lugares comunes: actualidad política, deportes, arte, etc. Jamás había cruzado el umbral de la intimidad propia ni ajena. Sentí curiosidad, no tanto por su afición como por el hecho de revelármela. Precisamente por eso, intenté acercarme con cautela, buscando alguna grieta en su caparazón que me permitiera excitar su vanidad. Le comenté lo mucho que a mí me gusta la fotografía, pero lo poco hábil que soy con el retrato. Mi virtud y mi defecto es la paciencia. Puedo plantarme ante un rincón hasta que ese rayo de luz se cuele por un callejón e ilumine una parte del encuadre. Pero no me veo sacando buenas instantáneas de mujeres en movimiento y admiro a quien puede hacerlo.

“Ven –me dijo- vamos a mi casa”.

Durante el breve trayecto a pie, desde el bar hasta su casa, apenas cruzamos un par de frases hechas. Percibí una cierta tensión en él. Una lucha interna entre su pudor y su vanidad. Entre seguir escondiendo su secreto o mostrarlo orgulloso. El recorrido del ascensor desde la planta baja hasta el cuarto piso se me hizo eterno. Una vez en casa se limitó a un “sígueme” por un pasillo hasta la última puerta. “Este es mi estudio. Aquí están las fotografías”. Cruzó el umbral y encendió la luz.

Lo que vi entonces me dejó con la boca abierta, pero incapaz de emitir ningún sonido durante un par de minutos. El cuarto, de unos tres por cuatro metros, tenía a la derecha una mesa con algunas cubetas, una ampliadora y un ordenador portátil. Debajo de esta había unas baldas llenas de envases conteniendo distintos líquidos, algunos montones de papel fotográfico y cajas de cartón con los más diversos cachivaches. Pero lo que me dejó sin habla fue que las cuatro paredes, desde el suelo hasta el techo y aún cubriendo los extremos de este, estaban forradas de cientos, quizás miles de retratos de pequeño formato, de unos seis por nueve centímetros. No sabría describir con exactitud qué sentí en ese momento. Una mezcla de asombro, curiosidad y vergüenza. Ver a todas esas mujeres ahí expuestas, sin saberlo ellas, me hizo sentir incómodo, a la vez que despertaba en mí cierta curiosidad morbosa. Me veía como un voyeur por partida doble. Por escrutar impunemente esos rostros, pero también por ser partícipe de su secreto. Javier se quedó detrás de mí, en silencio. Con él solía pasar esto. Estabas con él en su ausencia. Parecía que se disculpara de estar ahí, ocupando ese espacio y compartiendo ese tiempo. Tras mi primera impresión, sólo conseguí articular un casi inaudible joder y seguí mirando esas fotos, saltando de un lado a otro, fijándome en algunas para pasar por encima de otras. Era realmente fascinante. Me pareció reconocer algunos rasgos. Mujeres anónimas con las que me habría cruzado con cierta frecuencia en el metro, o en la panadería o vete tú a saber dónde. Hasta que me fijé en un rostro que pude ubicar exactamente en un tiempo y un lugar concretos. Sí, no cabía ninguna duda, era ella. No podía ser otra. Me encaré a Javier y le pregunté si la conocía, señalando con un dedo la fotografía que me había causado ese estado de excitación. No, me respondió lacónicamente. Yo sí, dije. Yo sí que la conozco. La vi el otro día en un bar, y ya la conocía de antes, pero no sé de qué, no sé de dónde. Pero sé quién es... y no lo sé.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Ese amigo silente... ¿no será Jose Luis Guerín?

"Creo que todos los hombres, pese a tener una pareja estable y una vida feliz, en algún momento de sus vidas se han cruzado con alguna mujer en la calle que recordarán siempre y se recriminarán el no haber hecho alguna cosa para resolver ese misterio"

arrebatos dijo...

Sí, gemma, conozco esa sensación. En cuanto la ves, saber que es ella. Pero yo no me quedé viéndola pasar.

Rain (Virginia M.T.) dijo...

En un primer momento relacioné este relato con el de la muchacha que estornudaba ante el polen de las flores que el viento agitaba...

:)
Salute (y que siga fluyendo tu escritura).