lunes, 29 de octubre de 2007

El paraíso de la jodienda

Por ejemplo, la muchacha del piso de arriba... solía bajar a veces, cuando mi mujer estaba dando un recital, para cuidar de la niña. Era una bobalicona tan evidente, que al principio no le presté la menor atención. Pero también tenía un coño, como las demás, una especie de personal coño impersonal del que tenía conciencia inconscientemente. Cuanto más frecuentemente bajaba, más conciencia tomaba a su modo inconsciente. Una noche, estando ella en el baño, después de que hubiera permanecido en él un rato sospechosamente largo, me dio en qué pensar. Decidí espiar por el ojo de la cerradura y ver por mí mismo qué pasaba. Mira por dónde, estaba delante del espejo acariciándose la almejita. Casi hablándole, estaba. Me excité tanto, que no supe qué hacer. Volví al salón, apagué la luz, y me tumbé en el sofá a esperar a que saliera. Mientras estaba tendido, seguía viendo aquel peludo coño suyo y los dedos que parecían rasguear sobre él. Me abrí la bragueta para permitir al canario estremecerse al fresco y a oscuras, intenté hipnotizarla desde el sofá, o, al menos, intenté dejar que mi canario la hipnotizara. «Ven aquí, zorra», decía una y otra vez para mis adentros, «ven aquí y úntame ese coño encima». Debió de captar el mensaje inmediatamente, pues en un santiamén ya había abierto la puerta y estaba buscando a tientas el sofá en la oscuridad. No dije ni palabra, ni hice el menor movimiento. Me limité a mantener la mente fija en su coño moviéndose silenciosamente en la oscuridad como un cangrejo. Por fin, llegó ante el sofá y allí se quedó de pie. Tampoco ella dijo ni palabra. Se limitó a permanecer allí de pie en silencio, y, cuando le deslicé la mano por las piernas, movió ligeramente un pie para abrirlas un poco más. Creo que en toda mi vida he puesto las manos sobre unas piernas más jugosas. Era como engrudo corriéndole piernas abajo, y, si hubiera tenido carteles a mano, habría podido pegar una docena o más. Unos momentos después, con la misma naturalidad que una vaca que baja la cabeza para pastar, se inclinó y se la metió en la boca. Yo tenía nada menos que cuatro dedos dentro de ella, con los que la estimulaba hasta hacer espuma. Tenía la boca llena hasta rebosar y el jugo le corría piernas abajo. Como digo, no pronunciamos ni palabra. Éramos un par de maníacos mudos trabajando sin parar en la oscuridad como sepultureros. Era un paraíso del follaje y yo lo sabía, y estaba dispuesto a joder hasta perder el juicio, si fuera necesario. Probablemente fuese la mujer con la que mejores polvos he echado en mi vida. No abrió el pico ni una sola vez: ni aquella noche, ni la siguiente, ni ninguna.

Trópico de Capricornio
Henry Miller

Henry Miller en muy buena compañía


No sé en boca de quién escuché que las grandes obras se habían escrito en los burdeles. Sin duda que las de Henry Miller tuvieron ese honor. Lo que me cuesta comprender es cómo, después de tanto folleteo con esa ingente pléyade de mujeres –además de la suya–, tenía tiempo y energías para sentarse a escribir ni que fuera su nombre. No es que ponga en duda sus proezas –si fue grande con la pluma, también pudo haberlo sido con el pincel–, es que empiezo a comprender por qué se le considera un fuera de serie.

3 comentarios:

Rain (Virginia M.T.) dijo...

Se comprende que conociendo a Anais Nïm, su fogosa cosnideración de la mujer objeto fuera entredicha. Ahora se trataba de estremecerse con la mujer que hablaba antes y después del gozoso acto de los cuerpos en movimiento sexual.

Salute, Arrebatos.

arrebatos dijo...

Increíble... Estaba justo ahora leyendo en tu zona quest/zinemátikas. He visto que te mudas y que has deshabilitado los comentarios...

Anónimo dijo...

Pro también existe lo que de fábula hay en Henry... más que sus proezas, lo que más disfruto es la provocación!!