En balde
Tengo el hábito de acostarme siempre mañana, unas veces antes y otras más tarde, pero siempre mañana. Y cuando, por cualquier motivo, tengo que madrugar más de la cuenta, el principal damnificado es mis horas de sueño, pues sólo modifico mis hábitos por obligación. Es por eso que ahora luzco ojeras a lo Marilyn Manson, porque ayer y también hoy me ha tocado madrugar.
Me avisaron ayer tarde. Esta noche iban a cortar la luz durante una hora. Un técnico de sistemas estaría presente durante el proceso para, una vez recuperado el suministro, arrancar de nuevo los sistemas que se hubieran apagado por falta de autonomía. A las siete de la mañana –casi tres horas antes de lo habitual- debía entrar yo para comprobar que todo fuera correcto. Hasta aquí ningún problema. Putada, pero ningún problema.
A las seis de la mañana me ha despertado no el despertador, sino la tormenta. Con menos de cinco horas de sueño, me he preparado un café y me he metido en la ducha. Ya vestido pero todavía dormido he salido a la calle. Todavía de noche y diluviaba. Ante mi portal, un torrente se perdía rápidamente calle abajo, tras una espesa cortina de lluvia que barría las aceras en furiosas ráfagas. No tengo paraguas; nunca llevo paraguas. Todos los que tuve los perdí tras uno o dos usos, así que renuncié al disfrute de sus virtudes. He ido corriendo de portal en portal, bajo los balcones y los aleros, hasta detenerme viendo imposible llegar al metro sin empaparme. De hecho ya lo estaba. Allí me he quedado, al resguardo, hasta divisar la luz verde de un taxi. Entonces he saltado raudo como un… ¿tritón? y me he metido dentro. Avanzando por las calles como si estuviéramos en un túnel de lavado. He salido corriendo –nadando– del taxi, pero igualmente he llegado calado hasta los huesos.
Lo primero al entrar en la oficina ha sido descalzarme y poner los calcetines a ondear cual pendón bajo el chorro de aire caliente del secamanos. Bonita estampa. Mientras, rellenaba los zapatos con papel. Después de calzarme de nuevo, he ido a mi mesa para comprobar que todo fuera correcto. Había dejado de llover. Todo correcto, ni siquiera un pequeño contratiempo que justificara mi presencia a esas horas intempestivas. Tras comprobar todo una segunda vez, he bajado al bar de la esquina a tomar un café. Un tibio sol me ha saludado burlón.
No ha sido hasta media mañana que me han dicho que al final no habían cortado el suministro eléctrico. Y yo me pregunto ¿para qué he madrugado? ¿Para qué he llegado –y todavía sigo– calado hasta los huesos? Peor aún, ¿por qué no me avisaron? El cacho pedazo mendrugo que estuvo por la noche tiene mi teléfono y mi correo electrónico. Me podía enviar un correo, un sms o incluso llamarme. Pero no. Sólo se le ocurrió que quizás podía llamarme, pero no lo hizo para no despertarme. Vaya, que yo ya sospechaba que es lerdo y lo único positivo que he conseguido hoy ha sido la confirmación de mis sospechas. Y es que hay humanos más autómatas que muchas máquinas.
Me avisaron ayer tarde. Esta noche iban a cortar la luz durante una hora. Un técnico de sistemas estaría presente durante el proceso para, una vez recuperado el suministro, arrancar de nuevo los sistemas que se hubieran apagado por falta de autonomía. A las siete de la mañana –casi tres horas antes de lo habitual- debía entrar yo para comprobar que todo fuera correcto. Hasta aquí ningún problema. Putada, pero ningún problema.
A las seis de la mañana me ha despertado no el despertador, sino la tormenta. Con menos de cinco horas de sueño, me he preparado un café y me he metido en la ducha. Ya vestido pero todavía dormido he salido a la calle. Todavía de noche y diluviaba. Ante mi portal, un torrente se perdía rápidamente calle abajo, tras una espesa cortina de lluvia que barría las aceras en furiosas ráfagas. No tengo paraguas; nunca llevo paraguas. Todos los que tuve los perdí tras uno o dos usos, así que renuncié al disfrute de sus virtudes. He ido corriendo de portal en portal, bajo los balcones y los aleros, hasta detenerme viendo imposible llegar al metro sin empaparme. De hecho ya lo estaba. Allí me he quedado, al resguardo, hasta divisar la luz verde de un taxi. Entonces he saltado raudo como un… ¿tritón? y me he metido dentro. Avanzando por las calles como si estuviéramos en un túnel de lavado. He salido corriendo –nadando– del taxi, pero igualmente he llegado calado hasta los huesos.
Lo primero al entrar en la oficina ha sido descalzarme y poner los calcetines a ondear cual pendón bajo el chorro de aire caliente del secamanos. Bonita estampa. Mientras, rellenaba los zapatos con papel. Después de calzarme de nuevo, he ido a mi mesa para comprobar que todo fuera correcto. Había dejado de llover. Todo correcto, ni siquiera un pequeño contratiempo que justificara mi presencia a esas horas intempestivas. Tras comprobar todo una segunda vez, he bajado al bar de la esquina a tomar un café. Un tibio sol me ha saludado burlón.
No ha sido hasta media mañana que me han dicho que al final no habían cortado el suministro eléctrico. Y yo me pregunto ¿para qué he madrugado? ¿Para qué he llegado –y todavía sigo– calado hasta los huesos? Peor aún, ¿por qué no me avisaron? El cacho pedazo mendrugo que estuvo por la noche tiene mi teléfono y mi correo electrónico. Me podía enviar un correo, un sms o incluso llamarme. Pero no. Sólo se le ocurrió que quizás podía llamarme, pero no lo hizo para no despertarme. Vaya, que yo ya sospechaba que es lerdo y lo único positivo que he conseguido hoy ha sido la confirmación de mis sospechas. Y es que hay humanos más autómatas que muchas máquinas.
2 comentarios:
con los pies así, en remojo, se te van a florecer las ideas
a florecer, o ahogar: pero algo pasa. SEguro.
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