Noche de copas
Salgo de la escuela todavía hipnotizado. Es la cuarta o quinta vez que me paseo por los cuatro pisos del Ateneu, o que me entretengo en la cafetería de la primera planta, con sus ventanales abiertos al jardín interior, con todas esas tertulias que conservan ese sabor antiguo, de cosa perdida. Y todavía, digo, paso frente a un cuadro, o una vieja lámina, o un mapa, o la escalinata o el decorado de una pared y me detengo a observarlo encantado. Podría pasarme horas sólo mirando.
Mientras cruzo la Rambla, voy pensando que un día de estos debo venir con más tiempo, para perderme entre los doscientos cincuenta mil volúmenes que guardan en la biblioteca. Eso sí que puede ser orgásmico. Me cruzo con la señora Maria Dolors en la puerta del Boadas y la saludo. Ella sale y yo entro para tomar religiosamente mi Tom Collins de todos los jueves y amén. Empiezo a sospechar que si me apunté a la escuela, fue precisamente para tener la excusa para ir al Boadas. Qué le voy a hacer. Pienso, como Faulkner, que la civilización comienza con la destilación.
He quedado con ella más tarde. La idea es que venga aquí tras la cena que seguirá a la entrega de los premios. Pido mi trago y unas chicas holandesas, apoyadas sobre la barra, deciden entre risas pedir lo mismo. Desde que he entrado que no han parado de reír. Me siento en un extremo de la barra, el que está más cercano a la puerta, para tener una buena visión de todo el local y de los personajes variopintos que le dan vida. Con veinte personas ya está lleno; si son treinta será difícil acercarse a la barra. Al rato me suena el móvil. Malas noticias, tendré que esperar solo. Mi compañera de espera no puede venir. Pienso que no me apetece demasiado. No sé a qué hora llegará ella y además me empiezo a sentir incomodado por el grupito de holandesas achispadas. Apuro mi copa y me voy.
Llegando a casa vuelve a sonar el móvil. Es ella.
–Oye, que la cena ha sido un fiasco. Nos vamos al Dry Martini. Está en la calle…
–Sí, sí –la interrumpo–. Ya sé dónde está. Dejo los trastos en casa y cojo un taxi. En media hora estoy allí.
Siempre que encuentre un taxi a estas horas, pienso al colgar. Hay una leyenda urbana en mi barrio según la cual un tipo dice que una vez vio uno. Pero claro, ya se sabe cómo es la gente. No te puedes fiar.
Tres horas y dos Tom Collins después regresamos los dos a casa. La velada me ha servido para confirmar que prefiero el Boadas al Dry Martini. Es más acogedor y menos pretencioso, aunque quizás sea una cuestión de poder adquisitivo. También que los arquitectos no son tan arrogantes y vanidosos como parecen. Con una copa en la mano y un premio en la otra, se muestran de lo más campechanos y locuaces. Claro, que entre ellos no estaba Calatrava.
Ah, por cierto, tendríais que haberla visto. Estaba guapísima, que lo es. Pero es que además lo estaba.
Mientras cruzo la Rambla, voy pensando que un día de estos debo venir con más tiempo, para perderme entre los doscientos cincuenta mil volúmenes que guardan en la biblioteca. Eso sí que puede ser orgásmico. Me cruzo con la señora Maria Dolors en la puerta del Boadas y la saludo. Ella sale y yo entro para tomar religiosamente mi Tom Collins de todos los jueves y amén. Empiezo a sospechar que si me apunté a la escuela, fue precisamente para tener la excusa para ir al Boadas. Qué le voy a hacer. Pienso, como Faulkner, que la civilización comienza con la destilación.
He quedado con ella más tarde. La idea es que venga aquí tras la cena que seguirá a la entrega de los premios. Pido mi trago y unas chicas holandesas, apoyadas sobre la barra, deciden entre risas pedir lo mismo. Desde que he entrado que no han parado de reír. Me siento en un extremo de la barra, el que está más cercano a la puerta, para tener una buena visión de todo el local y de los personajes variopintos que le dan vida. Con veinte personas ya está lleno; si son treinta será difícil acercarse a la barra. Al rato me suena el móvil. Malas noticias, tendré que esperar solo. Mi compañera de espera no puede venir. Pienso que no me apetece demasiado. No sé a qué hora llegará ella y además me empiezo a sentir incomodado por el grupito de holandesas achispadas. Apuro mi copa y me voy.
Llegando a casa vuelve a sonar el móvil. Es ella.
–Oye, que la cena ha sido un fiasco. Nos vamos al Dry Martini. Está en la calle…
–Sí, sí –la interrumpo–. Ya sé dónde está. Dejo los trastos en casa y cojo un taxi. En media hora estoy allí.
Siempre que encuentre un taxi a estas horas, pienso al colgar. Hay una leyenda urbana en mi barrio según la cual un tipo dice que una vez vio uno. Pero claro, ya se sabe cómo es la gente. No te puedes fiar.
Tres horas y dos Tom Collins después regresamos los dos a casa. La velada me ha servido para confirmar que prefiero el Boadas al Dry Martini. Es más acogedor y menos pretencioso, aunque quizás sea una cuestión de poder adquisitivo. También que los arquitectos no son tan arrogantes y vanidosos como parecen. Con una copa en la mano y un premio en la otra, se muestran de lo más campechanos y locuaces. Claro, que entre ellos no estaba Calatrava.
Ah, por cierto, tendríais que haberla visto. Estaba guapísima, que lo es. Pero es que además lo estaba.
3 comentarios:
Desde que estás enamorado has perdido un poco de esencia al escribir.. ¿quizá aquello de la creatividad de las almas atormentadas?. Puede que sólo sean imaginaciones mías.. Es bonito adivinarte feliz.
¡Claro que es guapísima!, tú la retrataste muy guapa. Aaisss.. ¡el amor!, ¡que bien nos sienta!..
Lo sé Pitima, lo sé. Pero si tengo que escoger entre ser feliz o ser un poeta maldito, me quedo con lo primero.
jejejeje
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