Rostros
Esta mañana (mediodía ya), en el MNAC, miro las fotografías de la Guerra Civil disparadas por Robert Capa y Gerda Taro, el amor entre trincheras. Descubro que me detengo en los rostros anónimos de los milicianos en el frente de Aragón; rostros enjutos, sucios y mal afeitados, pero todavía esperanzados. Mis dos abuelos estuvieron ahí y de alguna forma los busco. Sin embargo sé que es en balde, que busco algo que no sé que cara tiene, pues los rostros que guardo en mi memoria son muy posteriores, son rostros de abuelos de pelo canoso que ya nada guardan de aquellos jóvenes que perdieron sus ilusiones y sus vidas luchando con alpargatas en una guerra que nos partió por la mitad y de la que todavía no nos hemos recuperado. Algunas de estas ventanas abiertas a un pasado no tan lejano me dan ganas de llorar, pero el pudor.
Salimos evitando la desolada escalinata principal con el sol de mediodía cayendo a plomo, callejeando por las aceras de sombra del Poble Sec. En Poeta Cabanyes nos esperan un lenguado y unos pulpitos de playa a la plancha acompañados de un vino blanco del Penedés, que bien frío se agradece y ayuda a levantar el ánimo abatido tras el horror de la exposición.
Ya por la noche, en la terraza de casa, un vino de Rueda del Marqués de Riscal –única concesión que le permito a mi alma republicana- con fondo de fuegos artificiales termina por borrar las sombras de esa guerra que conozco más por silencios que por relatos.
15 de Enero de 1939, la guerra llegando a su fin. En la carretera de Tarragona a Barcelona los refugiados huyen ante el avance de las tropas rebeldes. Robert Capa escribe: "Una mujer mayor, aturdida, camina en círculo alrededor de su carreta. Sobrevivió a un ataque aéreo que mató a todo su grupo, incluyendo a su perro y dos mulas."
Salimos evitando la desolada escalinata principal con el sol de mediodía cayendo a plomo, callejeando por las aceras de sombra del Poble Sec. En Poeta Cabanyes nos esperan un lenguado y unos pulpitos de playa a la plancha acompañados de un vino blanco del Penedés, que bien frío se agradece y ayuda a levantar el ánimo abatido tras el horror de la exposición.
Ya por la noche, en la terraza de casa, un vino de Rueda del Marqués de Riscal –única concesión que le permito a mi alma republicana- con fondo de fuegos artificiales termina por borrar las sombras de esa guerra que conozco más por silencios que por relatos.
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