Uniformes
Cruzo por un pasaje entre arrogantes edificios acristalados, imponentes santuarios consagrados al poder económico y financiero. Pasan escasos minutos de las tres de la tarde y a mi alrededor me cruzo con multitud de personas que, solas o en pequeños grupos de tres o cuatro, apuran las últimas caladas todavía con el sabor del café en la boca antes de regresar a sus estrechos cubículos, a su silla de ruedas entre interminables ristras de sillas como la suya, ante mesas idénticas a la suya alineadas formando largos pasillos que de alguna forma recuerdan a esas viejas fotografías en blanco y negro de fábricas aplicadas al trabajo en cadena cuando los eslabones de esa cadena eran obreros enfundados en un mono grasiento, solo que ahora son jóvenes recién licenciados, el pelo corto y bien afeitados, enfundados en sus trajes y, engañados con la posibilidad de promocionar y hacer carrera, obligados a pasar por el aro de las grandes consultoras que se han ganado a pulso el apelativo de cárnicas. No hay posibilidad de distracción en esas nuevas factorías, todo está bajo control, las ventanas no se pueden abrir a la calle, el aire acondicionado recorre todas las plantas repartiendo equitativamente los microbios y el hedor del ambientador; sobre sus cabezas, largas hileras de fluorescentes emiten una luz sin alma, dando a los espacios un aspecto plano y sin volúmenes. Las horas pasan monótonas, una tras otra, alargando la jornada hasta el anochecer con vagas promesas de un futuro mejor. Siento cierta lástima al pasar junto a ellos, uniformados en sus trajes grises, negros o azules, los zapatos impecablemente negros, todavía llenos de ilusión y orgullo por trabajar en una gran compañía. Hubo un tiempo en el cual un traje distinguía, destacaba a su portador de la masa. Hoy es justo lo contrario, hoy uniformiza. Es el nuevo mono de trabajo de unos operarios que en muchos casos pueden exhibir mejor formación que quien les manda. Tan solo se permite cierta alegría sin extravagancia en la corbata, apenas un atisbo de libertad ante tanta monotonía opaca. No deja de ser irónico que esa libertad se aplique a una soga anudada al cuello, una soga que ellos mismos se anudan con mimo al cuello antes de salir de su casa, seguramente la casa de sus padres o si acaso un piso compartido con otros tres operarios de una gran consultora.
Operarios de una fábrica en 1927
2 comentarios:
Lo de la soga me ha recordado a mis años de oficinista. Nunca me la puse, pero lo más gracioso es que cuando celebraban una reunión más cordial, incluso los directores, se quitaban la corbata.
También yo he tenido la suerte de no tener que llevarla. Quizás, siendo generoso, me habré atado el calcetín al cuello unas veinte veces en toda mi vida. Eso sí, mi madre en su día se preocupó de que supiera hacerme el nudo correctamente.
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