Adiós (deuda)
Bajo las escaleras que me conducen a una gran sala rectangular, casi un pasillo pero muy ancho, tapizado de mármol gris y tenuemente iluminada. Hay grupos de sillones, algunos ocupados, otros no, separados cuatro o cinco metros entre sí. Es una estancia fría e impersonal y, pese a la gente que charla en voz baja, en pequeños grupos, y el sobrio mobiliario la sala parece vacía. Produce esa sensación de abandono que se tiene al entrar en un piso deshabitado. Y las flores no hacen más que entristecerme. Comienzo a avanzar hacia la primera de las estancias que se abren a la derecha de la sala, justo enfrente del primer grupo de sillones. Estoy tenso, ansioso, con un nudo en la garganta y el corazón en un puño. La veo a ella, guapa y con una entereza encomiable pese a todo. La saludo con dos besos y hablamos un rato. Luego entro en la sala y veo a su madre, destrozada, que se lanza a llorar en mis brazos tan pronto me ve. Miro por encima de las cabezas de la gente buscándolo a él para saludarlo, pero una punzada de dolor me devuelve al instante que estoy viviendo y sé que no lo voy a saludar, que no está y que esa es precisamente la razón por la cual estoy ahí.
Porque una red formada de si mismo, un error, una deformación en el tiempo, fue creciendo, abarcando, llenando huecos que no deberían ser llenados. Una red tejida de podredumbre y de muerte fue creciendo un sus entrañas, en sus intestinos, anudándolos, ahogándolo, comiéndose por dentro una vida que lo fue apagando por fuera, dejando un rastro de dolor y sufrimiento. Dejando una piel de pergamino y un cuerpo exánime y demacrado al paso que la red siguió creciendo y extendiéndose y anudando más y más. Creciendo sobre si misma y expulsando el cuerpo que habitaba. No comía. No podía comer porque todo estaba anudado, bloqueado, encadenado y encerrado por esa muerte que no pudo expulsar. Y ese temor de verse a si mismo reventando por dentro como un helado de chocolate con jarabe de frambuesa derretido, en una mezcla de vísceras, hilos de sangre y heces que no podía contener su ya agotado pellejo le llevaron a no comer. Y se apagó con ganas de no apagarse. Se apagó después de hacerse traer un televisor a su habitación para ver el partido. Después de enfadarse con la enfermera porque no podía tomarse su whisky mientras lo veía. Pero estaba jugando su tiempo de descuento. Y lo sabía. Y su partido terminó antes de que el árbitro pusiera en marcha su cronómetro.
Por eso no pude saludarle.
A Luis, porque no te dije adiós.
Porque una red formada de si mismo, un error, una deformación en el tiempo, fue creciendo, abarcando, llenando huecos que no deberían ser llenados. Una red tejida de podredumbre y de muerte fue creciendo un sus entrañas, en sus intestinos, anudándolos, ahogándolo, comiéndose por dentro una vida que lo fue apagando por fuera, dejando un rastro de dolor y sufrimiento. Dejando una piel de pergamino y un cuerpo exánime y demacrado al paso que la red siguió creciendo y extendiéndose y anudando más y más. Creciendo sobre si misma y expulsando el cuerpo que habitaba. No comía. No podía comer porque todo estaba anudado, bloqueado, encadenado y encerrado por esa muerte que no pudo expulsar. Y ese temor de verse a si mismo reventando por dentro como un helado de chocolate con jarabe de frambuesa derretido, en una mezcla de vísceras, hilos de sangre y heces que no podía contener su ya agotado pellejo le llevaron a no comer. Y se apagó con ganas de no apagarse. Se apagó después de hacerse traer un televisor a su habitación para ver el partido. Después de enfadarse con la enfermera porque no podía tomarse su whisky mientras lo veía. Pero estaba jugando su tiempo de descuento. Y lo sabía. Y su partido terminó antes de que el árbitro pusiera en marcha su cronómetro.
Por eso no pude saludarle.
A Luis, porque no te dije adiós.