miércoles, 30 de enero de 2008
martes, 29 de enero de 2008
La seriedad
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lunes, 28 de enero de 2008
Surrealismo
1. m. Culto de los fetiches.
2. m. Idolatría, veneración excesiva.
Los fetichistas de los libros como yo, sobretodo a los que les sobren unos cuantos cientos de miles de euros, no como a mí, están de suerte. El próximo 20 de mayo, en París, saldrá a subasta, por el módico precio estimado de entre 300 mil y 500 mil euros de nada, el "Manifiesto del surrealismo", que allá en 1924 escribiera André Breton y al que muchos se acogieron con mayor o menor entusiasmo.
Si yo fuera uno de esos fetichistas adinerados, sin duda que iría a la subasta. Pujaría por una cantidad absurda, desorbitada. Surrealista, vaya. Y una vez estuviera el manifiesto en mis manos, ante el público presente, lo iría deshojando e ingiriendo página a página acompañado de un vino francés de los más caros, un Chateau Lafite, por ejemplo. Más tarde, cuando mi lento pero irreversible proceso digestivo hubiese concluido felizmente como debe concluir, lo embotellaría y etiquetaría como Merde Surrealiste d’Artiste avec Chateau Lafite Rothschild 1945 1ere Grand Cru. No se me ocurre final más digno para este manifiesto.
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miércoles, 23 de enero de 2008
Mala conciencia
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Arthur Mebius
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martes, 22 de enero de 2008
La economía está triste ¿Qué tendrá la economía?
A mí, lo reconozco, esto de la economía es algo que va más allá de mi comprensión. Ni siquiera soy capaz de saber cuanto dinero me haría falta para llegar a cero a final de mes. Conceptos como precio del dinero, desaceleración o inflación carecen de sentido para mí, tanto como pecado original, santísima trinidad o propósito de enmienda. En realidad siempre me ha parecido una religión oscurantista, absolutista e hipócrita con la que prefiero tener el menor contacto posible.
Pero resulta que la bolsa cae –o pierde, o retrocede o se desacelera, que para gustos colores– y parece que un continente entero haya desaparecido bajo las aguas. Y todo porque algo tan insustancial como las cotizaciones se ha venido abajo por algo tan vago como la desconfianza de los mercados. Que supongo, nada tiene que ver con el mercado donde yo compro la fruta, que si no me gustan las naranjas de una frutería, me voy a la otra.
Es que tiene guasa la cosa. Cuando suben las acciones, todos están contentos porque ganan dinero. Dinero que, por otra parte, no existe. Porque cómo vas a vender ahora que está subiendo. No, claro, ahora nadie vende. Tienes mucho dinero pero no ves un duro. Viene a ser algo así como mi piso. Me felicitaban porque ahora valía más que cuando lo compré, ergo había ganado un montón de pasta. Y después me decían que tenía que venderlo porque de lo contrario iba a perder dinero. Parece que ninguno de estos economistas entiende que yo me compré el piso para vivir en él, fíjate tú qué estupidez.
Y me irrita, ahora que la bolsa ha caído en picado, escuchar al ministro de turno decir que están siguiendo con atención la evolución del mercado por si tienen que intervenir, es decir, por si tienen que meter pasta para que los señoritos sigan jugando. O que la reserva federal del otro lado del atlántico debe actuar rápidamente para apuntalar los mercados. Que es una manera como cualquier otra de definir el capitalismo: unos pocos capitalizan los beneficios, mientras que se socializan las pérdidas. O lo que es lo mismo, que da igual si juegas o no, porque igualmente te tocará pagar. Además de cornudo, apaleado. Y pon buena cara, que todavía podría ser peor.
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Sin mácula
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lunes, 21 de enero de 2008
Una cuestión de tamaño
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viernes, 18 de enero de 2008
Decálogo para curar el exceso de felicidad
Las autoridades sanitarias advierten que leer este decálogo en estados depresivos, puede ser perjudicial para su salud.
Insisto, tú no lo leas.
(sugerencia de consumo)
My Foolish Heart de Bill Evans
miércoles, 16 de enero de 2008
Ahí en medio, fumando
Sin embargo hoy ha sido distinto. Cuando he bajado a fumar, ellos salían de comer. En pocos segundos han ocupado todo el portal, desbordándose unos cuantos a lo largo de la calle, mientras esperaban que el autocar pasara a recogerlos. Además había otro detalle que también hacía la situación diferente de otros días, a la vez que algo felliniana: hoy todo eran mujeres. Varias docenas de chinitas dando grititos, mirando aquí y allá, moviéndose en ordenado desorden como en un hormiguero, hasta que me he visto rodeado. Yo ahí en medio, fumando mi cigarrillo intentando pensar en las musarañas y en un mundo mejor (para mí), mientras dos palmos más abajo de mi nariz, docenas de cabezas se giraban para mirarme y se reían tapándose la boca, como si el extraño en ese lugar, el toque pintoresco, lo diera yo mismo y no ellas.
(sugerencia de consumo)
Lemmings
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martes, 15 de enero de 2008
Doblada
Tras recoger los cinco céntimos del cambio, he salido a la calle en busca de alguna constelación de estrellas michelín o ristra de tenedores que me hubieran pasado inadvertidos en la cristalera del bar, pero no. Era un bar restaurante de tapas (de diseño hiperbólico deduzco) en un chaflán del ensanche de Barcelona. Así que jodido y con ganas de mear, he conducido mis pasos hasta la consulta para que, ya que hoy estamos espléndidos, me vuelvan a sablar.
(sugerencia de consumo)
Liza Minnelli y Joel Grey cantan Money en Cabaret
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lunes, 14 de enero de 2008
¿Dadá?
Me lo preguntó así sin más, a bocajarro. Sin una apostilla del tipo “es que estaba mirando unas fotos de Man Ray” que me acotara un poco la respuesta. Porque no es lo mismo responder si a uno le gustan las lentejas o el potaje de garbanzos, por poner un ejemplo al azar, que asegurar que sí o que no al dadaísmo. Y a mí, que en ese momento estaba peleándome con media docena de servidores de datos, me pareció una irrupción de lo más dadaísta. Pero no me amilané, me lancé a pecho descubierto, y con voz firme respondí “pues no lo sé…” así, con los puntos suspensivos. Si por lo menos me hubiera preguntado por el surrealismo, podría haber respondido con comas suspensivas. Después resultó que se trataba de una representación con textos de algunos dadaístas bajo el epígrafe de “Cabaret Voltaire”.
La conversación siguió, con mayor o menor congruencia, hasta concluir que Chema Madoz es un dadaísta. No sé, dijo ella, pero a mí se me hace extraño eso de llamar dadaísta a un tipo que todavía no ha cumplido los cincuenta. Y no le falta razón. Pero es que si no es dadaísta, no sé qué será, a parte de un genial fotógrafo. O constructor de fotografías. No sé qué pensar al respecto, pero esa manera que tiene de cambiar el sentido y el contexto a los objetos cotidianos me parece que es muy dadaísta. Pienso que la creatividad es con frecuencia como el sentido del humor. La capacidad de coger algo, ya sea una norma o unos esquemas establecidos, darles la vuelta, reinterpretarlos, mirarlos de otra forma y cambiarles el contexto como algo natural. Tan sencillo que nos haga exclamar ¡cómo no se me ha ocurrido a mí! Así son los mejores chistes: inesperados por lo sencillos.
Lo de pensar en Chema Madoz fue porque, desde el día 17 de este mes y hasta el 30 de marzo, en la Tecla Sala de L’Hospitalet muestran una retrospectiva de este fotógrafo. Habrá que ir.
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domingo, 13 de enero de 2008
Primeros discos
(sugerencia de consumo)
Double Trouble de Eric Clapton
Más tarde he puesto el CD que me ha regalado mi amigo Berto –después de anoche ya lo puedo considerar como tal–. Algunos lo conocen como el tipo raro que es; otros por su música. Pero es sobretodo un buen tipo y un músico como la copa de un pino. Por cierto que su primer y hasta hoy único disco es cojonudo.
(sugerencia de consumo)
Berto Díez canta No soy capaz
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miércoles, 9 de enero de 2008
ermita de San Gregorio
Así es la ermita de San Gregorio, que no está en Ocata sino en Granada.
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El pueblo
He pensado en ello mientras evocaba el resto de los sentidos, que los he traído rebosantes de pueblo. La vista, que se jacta de ser la más fiel e inmediata, ha venido repleta de casas encaladas y paisajes para echar de menos. El oído se ha regalado de acentos granadinos, ladridos de perros, gallos saludando al nuevo día, crepitar de leña en la estufa y crujido de escarcha. El frío de las mañanas y las noches afuera y el calor junto al fuego los recuerda el tacto, junto a la áspera corteza de la leña o la calidez de las sábanas de franela. Pero sin duda que el sentido más mimado ha sido el gusto. Las tortas de manteca, los roscos, el vino cosechero o la sopa de andrajos y otras delicias que nos ha cocinado la tía de mi anfitriona así lo atestiguan. Y ahí, en la cocina, el olfato también ha estado bien cuidado, qué duda cabe.

Será alguna especie de romanticismo de urbanita, pero pensaba que al llegar, aspiraría hondo y obtendría olor a pueblo, como quien destapa un frasco de perfume. Así de simple. Lo más probable es que se deba a que he ido ahora, que es cuando los olores –que son frioleros– hibernan. Sólo cuando el viento soplaba del sur, bajando a ras de las faldas de Sierra Nevada, me traía un sutil olor a nieve y a pinos. O cuando vagábamos por los pinares, en esos claros donde la tibieza del sol quitaba el hielo a las piedras, alguna mata de tomillo se atrevía a saludarme tímida con su perfume. O el olor dulzón de la leña al arder.
Quizás tendré que esperar a regresar. Será entonces cuando, actuando por sorpresa y tras haber olvidado la desconfianza que he depositado en él, el olfato me regale evocar estos días que he pasado en este pueblo.

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martes, 8 de enero de 2008
Un buena comida
No me negaréis que esto es apología de la anorexia.
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sábado, 5 de enero de 2008
Córdoba (II). La cena
Le preguntamos por algunas tapas al camarero. Él nos las describía y nosotros las pedíamos. Así hasta cuatro o cinco tapas –entre ellas mis adoradas berenjenas– y dos medias raciones que, insisto, eran pantagruélicas. A medida que ibamos pidiendo, él iba abriendo los ojos de par en par hasta que, con una ceja arqueada, me soltó un “vale ya ¿no?”. Me lo quedé mirando, me soné los mocos y le respondí que sí, que vale ya. Acto seguido me ofrecía una interminable carta de vinos, con docenas de denominaciones de origen y algunos centenares de referencias, desde los 10 hasta los 200 ó 300 maravedíes la pieza. Nos decantamos por un Orot crianza, de Toro, que entró de maravilla.
Ante semejante despliegue de platos, postre incluido, en Barcelona nos habrían abierto un crédito hipotecario a un módico interés para pagar en cómodos plazos, pero aquí todo quedó arreglado por 55 euros, de los cuales 20 fueron para el vino.
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viernes, 4 de enero de 2008
Córdoba (I)
A las once y media nos sentábamos a desayunar como es debido. Media tostada de manteca colorá para mí, media con mantequilla para ella. Poco después, y tras peaje de ocho maravedíes por cabeza, entrábamos en la mezquita.
No me voy a explayar demasiado en la visita. No soy experto en arte, ni en historia ni arquitectura. Quien la haya visto, ya sabe lo que es, y quien no lo haya hecho, todo lo que pueda decir no será ni una sombra de lo que es en realidad. Eso sí, hacía ahí dentro un frío del carajo, que sumado a mi catarro, me mantuvo la hora larga de la visita tiritando y haciendo un generoso uso de los pañuelos de papel, que se acumulaban por montones en mis bolsillos. Este detalle, el del frío, me dio la posibilidad de comprobar que todavía se guardan en estos lugares ciertas costumbres que yo creía olvidadas allá por el paleolítico superior. Y es que para protegerme del frío, a la vez que protegía a los turistas de mis gérmenes, me puse la capucha del jersey. Cuál no fue mi sorpresa cuando, muy diligente, un guardia se me acercó para instarme a descubrirme la cabeza en señal de respeto. Como me quedé a cuadros y con cara de no comprender a cuento de qué, él se limitó a señalar los belenes que había expuestos y que por lo visto era el encargado de vigilar, tanto para su integridad física como espiritual. Amén.
Tras la visita nos fuimos de tapeo por las callejas de la judería. Vino, sangre encebollada, japuta en adobo y no sé cuantas cosas más, con una buena siesta como colofón.
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Los taxis
Me estoy tomando un café con leche mientras me arranco con esmero las legañas incrustadas entre las pestañas. El radio-despertador hace más de media hora que está sonando, pero todavía no lo voy a apagar. Anoche –hace unas horas– mi vecino tuvo la brillante idea de despertarme alrededor de las dos, con su cháchara precoital. Esta es mi pequeña venganza, que sabe más dulce que su triste y fugaz polvo.
A las cinco en punto un mensaje en el móvil me avisa de que el taxi está esperando abajo en el portal. Cargo con la maleta los cuatro pisos hasta la calle, la meto en el maletero –es una taxista– y le doy las señas, que –es una taxista– obviamente desconoce, así que se lo pregunta –espejito, espejito, ¿cómo puedo llegar hasta allí?– al oráculo gps.
A partir de este momento, empieza un curioso monólogo “a ochocientos metros, gire a la izquierda… gire ahora a la izquierda… a ochocientos metros, gire a la izquierda… gire ahora a la izquierda… a ochocientos metros, gire a la izquierda… gire ahora a la izquierda… a ochocientos metros, gire a la izquierda… gire ahora a la izquierda…” y así hasta veinte veces con su letanía cuando, poco antes de llegar al final, me sorprende con un “a ochocientos metros, gire a la derecha… gire ahora a la derecha”. Y pienso que eso está bien, que al fin y al cabo los radicalismos, sean del color que sean, no son buenos. Lo que está claro es que, con tanto giro a la izquierda, sólo podía acabar en El Prat del Llobregat, que resiste impertérrito y aislado como si guardara el secreto de un caldo mágico que les diera fuerza sobrenatural.
Viernes 4 de enero; dos de la madrugada.
Tomo el taxi en el aeropuerto, le doy mis señas y el taxista me ofrece un amplio abanico de recorridos para llegar. Estoy tan cansado que me da lo mismo que dé un rodeo por Zamora, si con ello consigue llegar antes a mi casa. Conecta lo que parece un gps y se pone en marcha. Ya en la autovía el aparato empieza su monótona y peculiar letanía “atención, radar camuflado, límite 60 km/h… atención, radar fijo, límite 50 km/h… atención, radar camuflado, límite 60 km/h… atención, radar camuflado, límite 50 km/h…”. Y así, tras una docena de radares fijos o camuflados, llego a mi casa, cargo la maleta cuatro pisos arriba y me meto en la cama.
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