En procesión
Cualquiera que hubiera visto la vehemencia con que se santiguó el guardia jurado, bien podría pensar que estaba siendo testigo de una aparición fantasmagórica. Lo cierto es que no fue para menos. Cuando los vio bajar por las escaleras hasta el vestíbulo de la estación de Guinardó, en solemne procesión, el pobre hombre pensó que sus ojos se la estaban jugando. “No te creas todo lo que ves”, le decía a menudo su madre. ¡Y vaya si no lo quiso creer! Pero a medida que iban pasando ante él, todos rigurosamente enlutados, a la cabeza los hombres, con el rostro adusto, el gesto circunspecto; detrás las mujeres, el dolor impreso en los rasgos del rostro, algunas con los ojos enrojecidos, las más con la cabeza gacha y las manos cogidas a la altura del pecho en gesto implorante y desvalido, arrastrando los pies como si arrastraran el peso de siglos de desgracias, no tuvo más remedio que creer. Cerraba la comitiva un anciano encorvado sobre su bastón y un grupo de plañideras que, pañuelo en mano, gesticulaban con grandes aspavientos su dolor. Y en medio de todos ellos, llevado a hombros entre seis jóvenes de ojos tristes y porte orgulloso, sensiblemente inclinado hacia un lado y por delante debido a sus diferentes alturas, la caja: un ataúd de madera de un color que le recordó a las puertas –“de embero, que da categoría”, le dijo el carpintero– que acababa de colocar en casa. Fue entonces, justo cuando pasó esa caja frente a él, que tuvo, pese a no ser hombre de misa, la imperiosa necesidad de santiguarse.
Formaron un grupo heterogéneo ante las canceladoras. El ataúd, arreglado con varias coronas de flores, descansaba apoyado en el suelo en posición vertical, como si fuera uno más del grupo, que iba pasando al otro lado a medida que cada uno de ellos validaba su T10. Les tocaba el turno a los jóvenes que sostenían en pie el féretro cuando el guardia jurado, convencido de que su posición le obligaba observar alguna norma, se acercó a ellos. “Buenos días –se sonrojó, consciente de que no había sido un saludo adecuado–. Perdón. Acepten mi más sentido pésame”. “No somos nadie”, respondió el que parecía ser el mayor. “Verá –continuó el guardia–, es que me temo que no están permitidos los bultos, con perdón, tan grandes en el metro”. Se miraron entre ellos y comenzaron a debatir el contratiempo. “A fin de cuentas –sugirió uno–, no deja de ser una persona que entra en el metro. Pagamos su billete y asunto resuelto. ¿Le parece?”. “Y eso teniendo en cuenta que era jubilado y no haría falta”, apuntó otro. El guardia dudó. Iba a replicar pero sólo salió de él un balbuceo que terminó en suspiro prolongado. “¡Es que es todo tan extraño! –se exclamó–. Es la primera vez que me encuentro con esto”. “También es la primera vez que se muere mi padre”, observó el mayor, cargado de razón, mientras los demás asentían en silencio. “El entierro es a las once. No llegaremos”, se apresuró a recordar una de las mujeres. “No se imagina usted –le explicó uno de los hombres desde el otro lado– lo que piden hoy en día por un coche fúnebre”. “En fin –concluyó el guardia, carente de más argumentos–, supongo que no estará prohibido explícitamente”.
Aclarados los entresijos legales, siguieron pasando en silencio. Pasar el ataúd no fue fácil, pues la cruz con el cristo tallada en la tapa se atascaba en las puertas, así que tuvieron que levantarlo a pulso por encima, entre órdenes a menudo contradictorias de los hombres y gritos y suspiros angustiados de las mujeres. En el proceso se desprendieron no pocas flores de las coronas. Una de las mujeres, en cuclillas, se apresuraba a recogerlas mientras justo detrás, el anciano y el guardia jurado observaban con avidez buena parte de las dos blancas medias lunas que se descubrían a ambos lados del tanga negro con puntillas que sobresalía por encima de la cintura del pantalón. “Eros y Tanatos”, murmuró el anciano. “No somos nadie”, replicó el guardia, por decir algo, pues no había entendido al viejo. Éste se lo quedó mirando, sonrió y dijo: “El muerto al hoyo y el vivo al bollo”. Le guiñó el ojo y fue a marcar su T10 para reunirse con el resto del grupo.
Formaron un grupo heterogéneo ante las canceladoras. El ataúd, arreglado con varias coronas de flores, descansaba apoyado en el suelo en posición vertical, como si fuera uno más del grupo, que iba pasando al otro lado a medida que cada uno de ellos validaba su T10. Les tocaba el turno a los jóvenes que sostenían en pie el féretro cuando el guardia jurado, convencido de que su posición le obligaba observar alguna norma, se acercó a ellos. “Buenos días –se sonrojó, consciente de que no había sido un saludo adecuado–. Perdón. Acepten mi más sentido pésame”. “No somos nadie”, respondió el que parecía ser el mayor. “Verá –continuó el guardia–, es que me temo que no están permitidos los bultos, con perdón, tan grandes en el metro”. Se miraron entre ellos y comenzaron a debatir el contratiempo. “A fin de cuentas –sugirió uno–, no deja de ser una persona que entra en el metro. Pagamos su billete y asunto resuelto. ¿Le parece?”. “Y eso teniendo en cuenta que era jubilado y no haría falta”, apuntó otro. El guardia dudó. Iba a replicar pero sólo salió de él un balbuceo que terminó en suspiro prolongado. “¡Es que es todo tan extraño! –se exclamó–. Es la primera vez que me encuentro con esto”. “También es la primera vez que se muere mi padre”, observó el mayor, cargado de razón, mientras los demás asentían en silencio. “El entierro es a las once. No llegaremos”, se apresuró a recordar una de las mujeres. “No se imagina usted –le explicó uno de los hombres desde el otro lado– lo que piden hoy en día por un coche fúnebre”. “En fin –concluyó el guardia, carente de más argumentos–, supongo que no estará prohibido explícitamente”.
Aclarados los entresijos legales, siguieron pasando en silencio. Pasar el ataúd no fue fácil, pues la cruz con el cristo tallada en la tapa se atascaba en las puertas, así que tuvieron que levantarlo a pulso por encima, entre órdenes a menudo contradictorias de los hombres y gritos y suspiros angustiados de las mujeres. En el proceso se desprendieron no pocas flores de las coronas. Una de las mujeres, en cuclillas, se apresuraba a recogerlas mientras justo detrás, el anciano y el guardia jurado observaban con avidez buena parte de las dos blancas medias lunas que se descubrían a ambos lados del tanga negro con puntillas que sobresalía por encima de la cintura del pantalón. “Eros y Tanatos”, murmuró el anciano. “No somos nadie”, replicó el guardia, por decir algo, pues no había entendido al viejo. Éste se lo quedó mirando, sonrió y dijo: “El muerto al hoyo y el vivo al bollo”. Le guiñó el ojo y fue a marcar su T10 para reunirse con el resto del grupo.
6 comentarios:
Don Arrebatos: usted no para de crecer. Se nos acabará saliendo del blog, ya lo creo que sí.
A veces incluso se sale de si mismo, Luri.
¡Dios me libre de entrar en intimidades, Celia!
"Genio y figura hasta la sepultura",Arrebatos.
Pues fíjate que casi da para un buen corto.
Excelente. :-)
Este es un blog flexible, don Gregorio. Se adapta perfectamente al tamaño de mi ego, a la par que me sirve de caparazón.
Suelo "ver" en imágenes mis relatos Isabel. Quizás sea esta la razón por la que, a menudo, me salen cinematográficos. Y quizás también la razón por la que se pierde mucho en el camino. No es sencillo describir con precisión lo que se ve.
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