Narrativas (IV): Un final de jazz
Pequeño homenaje al gran cronopio.
–Prepara un café bien cargado, que ahí viene Julio –anunció David, el portero del local, asomando la cabeza por la puerta entreabierta de la calle–. Mucho me temo que hoy tampoco podrá tocar –murmuró y se quedó con la espalda apoyada en el quicio, apurando en rápidas caladas el cigarrillo mientras lo veía acercarse. Caminaba con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo, tambaleando su cuerpo de gigante, el cuello levantado y la mirada perdida, de ojos enrojecidos y acuosos bajo un gorro de lana enfundado hasta las orejas. A su espalda, colgado en bandolera, la funda con su inseparable saxo alto. Una miríada de finísimas gotas le salpicó el rostro, humedeciéndolo apenas, sin llegar a mojar su ropa. El cielo, pesado, cargado de humedad, se licuaba en gris cobalto hasta la calle, acolchando esquinas y diluyendo en una amalgama difusa las siluetas de los transeúntes que, al fondo o bajo los arcos de la plaza, se apresuraban por ese anochecer brumoso perdiéndose en un fundido pardo. Las farolas perforaban conos de luz amarillenta y desparramaban sobre la acera una pátina aceitosa, grasienta, de un brillo deslucido y sucio.
En cuanto llegó hasta la puerta, David lo agarró del brazo, temiendo que se le desplomara en cualquier momento, y entraron tambaleándose hasta llegar junto a la barra, donde lo dejó frente a una gran taza de café hasta los bordes. ¡El jefe no debía verlo en ese lamentable estado! Como si el camarero hubiera leído sus pensamientos, dijo: “Lo va a echar, David. Ya ha tenido demasiada paciencia con él”. Ante su enorme presencia, David pensaba cómo alguien tan grande podía ser, a la vez, tan frágil y quebradizo. De haber sido el mejor, a caer en el olvido. “Tú no lo has visto. Tú no lo viste hace diez, quince años, aquí mismo”, le murmuró entre dientes al camarero. Podía haberlo tenido todo; lo tuvo al alcance de la mano. Sacudió la cabeza y entró tras la barra, se sirvió un whisky y se lo bebió de un trago pensando en la noche, “una noche de mierda”, que le esperaba.
Miró el fondo el vaso vacío, lo dejó de un golpe sobre la barra y volvió a llenarlo. Se tomó tres coñacs de un trago, uno detrás de otro, con las pausas justas para rellenar el vaso. “Hoy es mi primera noche, debo ponerme a tono”, dijo soltando una carcajada. Palpó el saxo a su espalda, como para comprobar que todavía estuviera ahí, y dijo: “Vamos”. Tras acompañarlo hasta su camerino, casi corriendo tras sus largas zancadas y darle un par o tres de indicaciones –dónde estaba el interruptor de la luz, dónde las toallas limpias–, regresé a la sala, que ya empezaba a llenarse de gente. Me crucé con el jefe. “David, baja al almacén a por una caja de ginebra“. Aquella sería una buena noche, sin duda. Era viernes y debutaba en la ciudad el gran Julio Fountaine.
Regresé con la ginebra poco después, cuando todas las mesas dispuestas frente al escenario estaban ya ocupadas por dos o tres parejas en cada una. Junto a las dos barras se agolpaba un enjambre de hombres y alguna mujer, camareros con sus bandejas cargadas esquivando con maestría a quien se cruzara en su camino, y un par de fotógrafos que habían ido a dar cuenta del acontecimiento. Para verlo tocar, alargué todo lo que pude el encargo de rellenar una botella con restos de otras, colocar las nuevas y meter las vacías en la caja. A la hora en punto, resuelto y elegante, salió Julio al escenario y tras su grandiosa humanidad, tres de los mejores músicos que había en ese momento en el circuito europeo de jazz le acompañarían al piano, bajo y percusión. Arrancó con Amorous, homenaje a su admirado Johnny Carter que fue recibido con entusiasmo y aplaudido con satisfacción incluso antes de que terminase la pieza. Estaba siendo una magnífica velada, de esas que se guardan como un tesoro durante años. La música caracoleaba entre las mesas, subía y bajaba, se deslizaba sobre la espesa nube de humo que flotaba a media altura dando solidez a la luz de los focos, sin interrumpir el tintineo de los vasos y algunas conversaciones a media voz. Hasta que se elevó por encima de nosotros en su Soul for Rent. Comenzó a alejarse de la melodía principal en medio de soliloquios que subían y bajaban, trenzándose entre sus dedos; notas como una cinta de seda que se enlazaban con las volutas, y que justo antes de desvanecerse él las recuperaba, extasiado, solo en el escenario rodeado de una multitud que había dejado de hablar, de jugar con los hielos en el fondo de su vaso, de moverse, para entregar su atención a ese fraseo salvaje que nos envolvía y nos agitaba y sacudía como se sacudía su cuerpo sobre el escenario, soplando su saxo alto en un trance epiléptico, volando alto, muy alto, tanto que ninguno de los músicos que lo acompañaban podían ya seguirlo. “Se han perdido”, pensé. Eso no había estado ensayado, ni siquiera comentado entre ellos antes de salir. Se limitaban a mirarse unos a otros, desconcertados y admirados a la vez por eso que estaba sonando ante sus narices, esa borrachera musical sólo al alcance de los locos y de los genios, que seguía tejiéndose de forma tan hermosa que daban ganas de llorar, de gritar o reír. Cuando ya pensaba que se había perdido irremediablemente en su propio mundo, sonaron, apenas esbozados, unos compases del tema principal, a modo de boya a la que pudieran amarrarse sus acompañantes en medio de esa tormenta. Siguió su monólogo, al que empezó a dotar del ritmo que debían seguir, hasta que enlazó de nuevo la melodía y pudieron unirse a él para finalizar el tema conjuntamente, igual que lo habían comenzado. Tras la última nota, todavía vibrando en la sala, desvaneciéndose sobre nosotros como una cinta de humo, siguieron unos segundos de silencio, eternos; un tiempo que se podía cortar como un cuchillo entrando en un pan, quebrado por unos primeros tímidos aplausos a los que se fueron uniendo otros y otros más a medida que íbamos saliendo del trance al que nos había llevado su música, hasta formar un rugido poblado de gritos y silbidos y bravos y repique de pies que se prolongó por varios minutos. Julio observaba desde el escenario, buscando en los ojos de sus compañeros una explicación, incrédulo, sin comprender el fervor desmedido del público. De entre todos los ahí reunidos, él era el único que no se había dado cuenta, que no tenía conciencia de lo que acababa de crear ahí mismo, hacía apenas un instante. Todos fuimos testigos de una forma de tocar nunca vista y él jamás lo supo.
“Toma Julio, guárdate esto”. David le metió una botella en el bolsillo y añadió: “Vete a casa. Y cuídate. Si necesitas algo, ya sabes dónde encontrarme”. Le dio las gracias y salió a la calle. Hacía frío y una lluvia fina lo envolvió mientras cruzaba la plaza. En cuanto giró la esquina se detuvo, y apoyando la espalda en la pared bebió tres o cuatro tragos de la botella. Dio unos pasos titubeantes, se tambaleó y cayó al suelo para quedarse. Pasó una eternidad tendido en medio de la calle. Cansado, derrotado, borracho, mojado, sin trabajo… La lista era suficiente como para abandonarse ahí. Hasta que sintió que alguien lo zarandeaba –señor, señor, se encuentra bien–. Giró la cabeza y se encontró con esa mirada infantil, alerta. Se incorporó como pudo, permitiendo que el chico tratara de ayudarle, y fue a sentarse en un escalón.
– ¿Cómo te llamas, chico?
–Nadir, señor –respondió éste, encogido en un rincón del portal, asustado y atento para salir corriendo si fuera necesario.
– ¿Cuantos años tienes, diez, doce? –intentó adivinar.
A modo de respuesta, el chico le mostró las manos abiertas ocultando el pulgar de la derecha. Nueve, pensó. Como él cuando conoció a Johnny Carter; qué lejano le parecía ese día en el metro de París. Le preguntó si le gustaba la música. “¡Claro, señor!”, exclamó. Su padre cantaba en una banda y él sabía tocar los timbales. Despeinándolo con un gesto cariñoso le dijo que le parecía muy bien, y mientras se descolgaba del hombro el saxo le explicó que él también era músico.
–Bueno –dijo el chico con un mohín de timidez–. En realidad sólo me sé tres canciones, señor. Espero a que llegue el metro y así, cuando la gente cruza el pasillo, yo estoy tocando. Cuando se vuelve a vaciar, paro y dejo ahí la trompeta.
– ¿Cómo te llamas? –quiso saber el hombre parado frente a él. El único que se había detenido a escuchar mientras tocaba.
–Julio, señor. Julio Fountaine. Pero no he hecho nada malo. Mi madre me mandó aquí a que ganara algo de dinero. A mi papá se lo llevaron los gendarmes porque… -calló, temiendo haber hablado más de la cuenta.
–Tocas muy bien. ¿Cuántos años tienes?
El hombre le contó que él tocaba el saxo alto y que estaba en París para unas actuaciones que se iban a grabar. Era un músico importante, Johnny Carter se llamaba. Un músico americano de New York. No podía ser de otro modo, porque un negro no vestía con esas ropas tan bonitas si no era famoso. Él nunca había tenido ropa nueva y su padre siempre llevaba un mono con cremallera con el escudo del ferrocarril bordado en el pecho. Antes de despedirse, el hombre se descolgó el saxo del hombro y le dijo toma, quédatelo. Les diré a mi mujer y a la gente del estudio que me lo dejé olvidado en el metro. Y que ya le encontrarían otro, que no se preocupara. “Soy famoso”, concluyó. Estrechó la mano que le ofrecía y se quedó mirando cómo desaparecía su cuerpo, primero la cabeza, después el tronco, las piernas y finalmente los zapatos por la escalera que ascendía hasta la calle.
Julio apoyó ambas manos sobre el escalón y se levantó trabajosamente. Miró al chico y señalando el saxo, le dijo que se lo había regalado un gran músico cuando él tenía nueve años. Y que ahora se lo regalaba a él. ¡Es tuyo! Empezó a caminar calle abajo, se detuvo y se giró de nuevo para decirle que buscara en internet algo de Johnny Carter. Porque tenía la mula, ¿no? Pues debía buscar algo y escucharlo, porque el saxo había sido de él, el mejor saxofonista de todos los tiempos. Siguió caminando y al asomarse a la primera bocacalle, un viento saturado de salitre le vino a helar el rostro para recordarle la cercanía del puerto.
– ¿Quién está al mando? –preguntó, identificándose.
–El teniente Heredia, inspector –dijo el policía uniformado señalando hacia un hombre alto y flaco, con impermeable azul, que de pie al borde del muelle observaba los trabajos de la grúa de un remolcador.
–Si va a por café, tráigame uno.
Encendió un cigarrillo y se acercó sin prisas hacia el teniente Heredia, observando, procurando que no le pasara inadvertido ningún detalle. Era una mañana fría y pesada, de cielo bajo y plomizo. Imposible saber la posición del sol. Había recibido el aviso a primera hora, estando todavía en casa. Había venido directamente, sin pasar por la oficina ni tomar un café. Los dos cigarrillos que se había desayunado le habían dejado la boca seca y pastosa.
–Hola, buenos días. Inspector Ramos –se presentó tendiéndole la mano–. ¿Qué tenemos, teniente?
–Unos zapatos del 49, buenos, de confección italiana. Una botella de Torres vacía –informó señalando hacia el furgón donde habían sido depositados– y a Moby Dick en el fondo del puerto.
–Si se ha bebido la botella él solo, lo podremos cocinar flambeado.
Pero el teniente no supo o no quiso captar la ironía y siguió informando con eficiente monotonía. Esta mañana alguien se había acercado al muelle, atraído por la curiosidad de ver unos zapatos en el borde, y en el fondo, a no demasiada profundidad, había visto lo que le pareció un hombre. Los buzos de la policía portuaria lo confirmaron, pero no pudieron sacarlo debido a su enorme volumen. Por eso estaban sacándolo con la grúa.
– ¿Sabemos algo más? –cortó el inspector, desinteresado por los detalles técnicos.
–Tengo a gente haciendo preguntas por el barrio. De momento nada.
–Pobre desgraciado –murmuró agachando la cabeza mientras apagaba con la punta del zapato su tercer cigarrillo del día.
–Señor inspector, su café –anunció el policía uniformado tendiéndole un vasito de plástico.
–Muchas gracias agente, muchas gracias. Apúnteselo al Cuerpo.
(sugerencia de consumo)
Celebrity por el gran Charlie "Bird" Parker
2 comentarios:
Lo reconozco... me gusta como escribes. Para leerte bien, tengo que tomarme un tiempo para paladear cada una de las frases, cargaditas de palabras hasta el infinito.
Esta tarde he entrado, he visto un texto gigante mientras le daba al scroll. He creido leer en varias ocasiones la palabra sexo. ni aún así he tenido valor a leerlo.
Pero ahora, tenía tiempo libre y un ligero mosqueo por no tener suficiente para escaparme al Greenspace a ver a Micah P. Hinson... y me he puesto a leerlo.
Dios... es buenísimo. Me ha gustado MUCHO. MUCHO, MUCHO.
(El video lo veré después, cuando mi hija baje el volumen de Barrio Sesamo)
un abrazo!
Muchas gracias Berto. Este me llevó mucho trabajo y varias reescrituras hasta sentirme medianamente satisfecho. Pero es que era para entregar en clase, y ahí no piden perdón en las críticas.
Y lamento que el sexo se haya convertido en saxo...
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