el Duero y algo más
Es decir, que las sucesivas entradas de mi ruta del salmón irán apareciendo debajo de esta.
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La tormenta pasó rápidamente. La lluvia, que había sido toda una masa de agua que caía con violencia y bajo la que los árboles se retorcían y balanceaban, quedó reducida de golpe a unas líneas oblicuas de oro silencioso que se rompían para formar trazos cortos y largos contra un fondo de menguante agitación vegetal. Golfos de voluptuoso azul iban ensanchándose por entre las grandes nubes: montones y más montones de blanco puro y gris purpúreo, lepota (palabra del ruso antiguo que significaba "belleza señorial") y móviles mitos, guache y guano, por entre cuyas curvas se podía distinguir una alusión mamal o la mascarilla de un poeta.
La pista de tenis quedaba como una región de grandes lagos.
Más allá del parque, por encima de los vaporosos sembrados, se formó un arco iris; los sembrados terminaban en la mellada frontera oscura de un lejano bosque de abetos; parte del arco iris lo cruzaba, y esa parte de la esquina del bosque rielaba mágicamente a través del verde y del rosa pálidos del irisado velo corrido ante él: una suavidad y un esplendor que convertían en parientes pobres a los reflejos coloreados de forma romboide que el regreso del sol hacía brillar en el piso del pabellón.
Un momento después comenzó mi primer poema. ¿Qué fue lo que lo disparó? Creo que lo sé. Sin que soplara la menor brisa, el puro peso de una gota de lluvia, brillando con parasitario lujo sobre una hoja cordiforme, hizo que su punta se inclinara, y lo que parecía un glóbulo de mercurio llevó a cabo un repentino glisado por la vena central, y luego, tras haber descargado su luminosa carga, la aliviada hoja se enderezó. Tip, leaf, dip, relief: el instante que hizo falta para que ocurriera todo eso me pareció no tanto una fracción de tiempo como una fisura abierta en él, un latido omitido, que inmediatamente fue reembolsado por un tamborileo de rimas: digo "tamborileo" de forma intencionada, pues cuando por fin sopló una ráfaga de viento, los árboles comenzaron a gotear rápidamente y todos a la vez, en una imitación del reciente aguacero tan tosca como la que la estrofa que ya empezaba a murmurar hacía de la maravillada conmoción que experimenté cuando durante un momento hoja y corazón fueron una sola cosa.
Recuerdo el ensoñado fluir de bateas y piraguas en el Cam, el gimoteo hawaiano de los fonógrafos que pasaban lentamente bajo el sol y sombra, y una mano de muchacha haciendo girar hacia un lado y luego hacia el otro el mango de su luminosa sombrilla mientras permanecía tendida sobre los almohadones de la batea que yo pilotaba ensoñadamente. Los castaños de rosados conos estaban en todo su esplendor; formaban masas que se trasladaban en los márgenes y se amontonaban sobre el río hasta dejarlo sin cielo, y su especial ritmo de hojas y flores producía un efecto en escalier, una figuración angular de cierto espléndido tapiz verde y rojo claro. El aire estaba tan templado como en Crimea, y tenía el mismo olor dulce y esponjoso de cierto matorral florido cuyo nombre jamás he logrado identificar (posteriormente me llegaron sus aromas en los jardines de los estados del Sur). Salvando la estrecha corriente, los tres arcos de un puente italianizante se combinaban para formar, con ayuda de sus copias acuáticas, casi perfectas y casi libres de ondulaciones, tres encantadores óvalos. El agua proyectaba a su vez fragmentos de luz de blonda contra la piedra del intradós bajo el que se deslizaba la embarcación. De vez en cuando, desde algún árbol en flor, caía, lenta, lentísimamente, un pétalo, y con la extraña sensación de estar contemplando una cosa que no estaba hecha para los ojos del creyente ni tampoco para los del profano, procurabas vislumbrar su reflejo que, velozmente —más veloz que el pétalo en su caída—, subía a reunirse con él; y, durante una fracción de segundo, temías que el número fallase, que las llamas no prendiesen el bendito aceite, que el reflejo no acertase y que el pétalo se alejara flotando, completamente solo, y, no obstante, la delicada unión se producía todas las veces con la mágica precisión con que la palabra de un poeta se encuentra con su propio recuerdo, o con el del lector.
(…) Podría resultar valioso analizar los aspectos filogenéticos de la pasión que los niños varones sienten por las cosas montadas sobre ruedas, sobre todo los ferrocarriles. Naturalmente, ya sabemos lo que pensaba al respecto el Curandero Vienés. Dejaremos que él y los suyos sigan dándose codazos y empujones en su vagón de pensamiento de tercera clase, mientras viajan por el estado-policía del mito sexual (por cierto, qué gran error por parte de los dictadores el haber ignorado el psicoanálisis: ¡toda una generación hubiese podido ser fácilmente corrompida por ese procedimiento!). La rapidez del crecimiento, la velocidad cuántica del pensamiento, la montaña rusa del sistema circulatorio..., todas las formas de vitalidad son formas de velocidad, y no es de extrañar que los niños que están creciendo pretendan aventajar a la Naturaleza con las propias armas de la Naturaleza, llenando una mínima extensión de tiempo con un máximo de disfrute espacial. No hay en el ser humano ninguna cosa tan profunda como el placer espiritual que se puede obtener de la explotación de las posibilidades de superar en fuerza de arrastre y velocidad a la gravedad, de vencer o imitar el tirón de la tierra. La milagrosa paradoja que supone el hecho de que los objetos redondos conquisten el espacio por el simple procedimiento de caer una y otra vez, en lugar de avanzar alzando laboriosamente unos pesados miembros, debió de suponer para la humanidad joven una saludabilísima conmoción. (…)
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