miércoles, 13 de agosto de 2008

Porto

Diría que Porto conserva el distinguido encanto de la decadencia si no fuera porque mi percepción ha sido que Porto no conserva, sino que lleva décadas acumulando decadencia hasta llegar a un punto de difícil retorno. Tiene el aire de colonia británica abandonada a su suerte y que la fortuna le ha dado la espalda. Basta pasear por las calles del centro para toparse en cada esquina con la miseria, con sus edificios abandonados y decrépitos por decenas; edificios enteros que son una fantasmal ruina de ventanales con cristales rotos, puertas desencajadas y paredes desconchadas, muchas de ellas exhibiendo un más que incierto cartel de “se vende” –¿a quién? me pregunto–. No me sorprendería saber que, tras la fachada fluvial, no vive nadie en esas calles. Nadie salvo los mendigos que revolotean alrededor de las terrazas y los grupos de borrachos que pasan los días bebiendo en los parques.

Y pese a todo, es una ciudad hermosa.

Hermosa para el viajero que esté de paso, porque vivir en Porto, o por lo menos vivir en el centro de la ciudad, debe ser para deprimirse. Sin contar las risas de los borrachos (risas que se convertían de repente en gritos y broncas), no vi reír a nadie en Porto. No vi felicidad en sus gentes. Uno pudiera pensar que se trata de una melancolía de fado, pero no es ese tipo de tristeza, sino más bien cierta desesperanza, ese tipo de abatimiento del que se siente olvidado por todos.

Y pese a todo ello, Porto es una ciudad bellísima.

Porto


A través de la puerta, abierta de par en par, se puede ver una cama pulcramente acolchada, un armario desvencijado y algo de ropa tendida en unas cuerdas que cruzan la escueta habitación. Sentada tras esa puerta, en el maravilloso balcón al Douro que es el estrecho muelle de Bacalhaeiros, una anciana enlutada escucha fados. El portal anterior está cerrado a cal y canto, deshabitado, como casi todos los portales del centro de Porto. El posterior es un bar con un par de mesas ocupadas en el exterior y vacío en su interior. El río discurre pausado en este atardecer frío; apenas unas pinceladas pintan sobre su superficie los reflejos de un sol que se hunde más allá de la desembocadura rodeado de toda una paleta de amarillos y naranjas. Dejo la puerta atrás y la voz de Amália llega con nitidez hasta mí. Para la anciana, ella es la única persona que le queda de sus años felices.

4 comentarios:

Isabel dijo...

Cómo me gusta ver lo que tan bien describes en mi imaginación...
Acaso casi lo siento real.Será ese don que tienes para describir y relatar lo que ves,amigo.Un abrazo.

Anónimo dijo...

EXCELENTE descrição!

arrebatos dijo...

Gracias Isabel, eso es lo que procuro hacer.

arrebatos dijo...

Artimanha, que un portugués (de Porto creo...) considere acertada mi visión de la ciudad me halaga y en cierto modo me alivia.