Una quinta en Pinhão
Antes de regresar a Pinhão, el taxista nos ha señalado un rincón de la cochera por el que descendía una estrecha escalera entre la pared encalada y una barandilla emparrada. A medio descender, cargando con la maleta a pulso (ya llevaba algunas botellas de vino dentro), una voz de mujer nos ha preguntado si ya habíamos cenado. Todavía no eran las ocho de la tarde.
–Pues todavía no. –Ha respondido ella (mi ella), que iba unos pasos por delante.
–Os estábamos esperando para cenar. ¿Queréis uniros a nosotros?
Abajo, cubierta por un entoldado, una larga mesa espléndidamente servida sobre un suelo de baldosas de loza. Más allá un jardín alfombrado de césped, donde un grupo de personas, ocho en total, conversaban animadamente para matar el tiempo antes de la cena. Al fondo un paisaje de ondulantes viñedos y el sol ocultándose tras las colinas, inundando la escena con los últimos tonos cálidos antes del anochecer. He tenido que apoyar la maleta en el suelo.
–Cenamos ¿no? –Ha insistido ella girándose hacia mí. Para a continuación apostillar, por si había dudas–. Me muero de hambre.
–Yo no tengo hambre pero…
–No es obligatorio… –Ha puntualizado la mujer mientras observaba nuestros titubeos.
En una rápida sucesión de diapositivas, ha pasado por mi cabeza que habíamos comprado comida y vino para ahorrar un poco estos días, que lo estaba cargando todo en la maleta, que nos hemos puesto hasta las trancas de presunto, queijo y vinho verde en una taberna de Amarante antes de tomar el tren y que todavía me lo notaba en la boca del estómago. Y pese a todo he pensado qué coño y he respondido:
–De acuerdo, cenemos con ellos, total…
Han sido tres días de refinado reposo en una zona que es famosa por producir los mejores vinos de Porto y Douro; en una quinta que embotella algunos de los más reputados caldos. Unos días desayunando pan con mantequilla y confituras caseras, zumo de naranja recién exprimido y café o té. Días de baños en el río y paseos entre viñedos ordenados en terrazas, surcando el suave perfil de las colinas como las curvas de nivel de esos mapas en los que me perdía viajando cuando de pequeño me encerraba en mi cuarto. De agradables conversaciones en las cenas a las ocho de la tarde, bajo el entoldado de la terraza, probando variedad de excelentes vinos de Douro (unos blancos de Niepoort con algo de crianza, de un color dorado brillante, aceitoso y un ligero aroma almizclado y de sabores a fruta madura, y tintos de Quinta do Passadouro, el uno rojo rubí, joven y afrutado, el otro espeso, color cereza oscuro con reflejos tostados, potente en aromas y un final a cacao quizás) y los insuperables Porto también de Niepoort y Quinta do Passadouro: un alegre Ruby, algunos más que notables Tawny y LBV y un elegante, denso y aromático Vintage de 1999 acompañados de chocolates belgas. Un hermoso espejismo al margen del tiempo y en un espacio propio sin interferencias, pues al regresar a las poblaciones (de ambos lados de la frontera) para tomar trenes y autobuses, de nuevo nos hemos visto rodeados por la barbarie ibérica.
Tras estos tres días llego a la conclusión de que la civilización occidental, nuestra civilización tal y como la conocemos (o idealizamos), no es herencia de la Grecia clásica ni de la antigua Roma imperial, sino que tiene su origen en la Inglaterra victoriana. De los ingleses se puede afirmar, sin temor a equivocarse o a caer en el tópico, que tienen la peor gastronomía conocida y que los vinos que puedan llegar a producir en sus islas no sirven ni como colutorio. Sin embargo es innegable que a lo largo de los años han sabido buscar y encontrar a quien les cocinara y dónde localizar las tierras para retirarse a plantar viñedos para producir excelentes vinos de su gusto.
–Pues todavía no. –Ha respondido ella (mi ella), que iba unos pasos por delante.
–Os estábamos esperando para cenar. ¿Queréis uniros a nosotros?
Abajo, cubierta por un entoldado, una larga mesa espléndidamente servida sobre un suelo de baldosas de loza. Más allá un jardín alfombrado de césped, donde un grupo de personas, ocho en total, conversaban animadamente para matar el tiempo antes de la cena. Al fondo un paisaje de ondulantes viñedos y el sol ocultándose tras las colinas, inundando la escena con los últimos tonos cálidos antes del anochecer. He tenido que apoyar la maleta en el suelo.
–Cenamos ¿no? –Ha insistido ella girándose hacia mí. Para a continuación apostillar, por si había dudas–. Me muero de hambre.
–Yo no tengo hambre pero…
–No es obligatorio… –Ha puntualizado la mujer mientras observaba nuestros titubeos.
En una rápida sucesión de diapositivas, ha pasado por mi cabeza que habíamos comprado comida y vino para ahorrar un poco estos días, que lo estaba cargando todo en la maleta, que nos hemos puesto hasta las trancas de presunto, queijo y vinho verde en una taberna de Amarante antes de tomar el tren y que todavía me lo notaba en la boca del estómago. Y pese a todo he pensado qué coño y he respondido:
–De acuerdo, cenemos con ellos, total…
Han sido tres días de refinado reposo en una zona que es famosa por producir los mejores vinos de Porto y Douro; en una quinta que embotella algunos de los más reputados caldos. Unos días desayunando pan con mantequilla y confituras caseras, zumo de naranja recién exprimido y café o té. Días de baños en el río y paseos entre viñedos ordenados en terrazas, surcando el suave perfil de las colinas como las curvas de nivel de esos mapas en los que me perdía viajando cuando de pequeño me encerraba en mi cuarto. De agradables conversaciones en las cenas a las ocho de la tarde, bajo el entoldado de la terraza, probando variedad de excelentes vinos de Douro (unos blancos de Niepoort con algo de crianza, de un color dorado brillante, aceitoso y un ligero aroma almizclado y de sabores a fruta madura, y tintos de Quinta do Passadouro, el uno rojo rubí, joven y afrutado, el otro espeso, color cereza oscuro con reflejos tostados, potente en aromas y un final a cacao quizás) y los insuperables Porto también de Niepoort y Quinta do Passadouro: un alegre Ruby, algunos más que notables Tawny y LBV y un elegante, denso y aromático Vintage de 1999 acompañados de chocolates belgas. Un hermoso espejismo al margen del tiempo y en un espacio propio sin interferencias, pues al regresar a las poblaciones (de ambos lados de la frontera) para tomar trenes y autobuses, de nuevo nos hemos visto rodeados por la barbarie ibérica.
Tras estos tres días llego a la conclusión de que la civilización occidental, nuestra civilización tal y como la conocemos (o idealizamos), no es herencia de la Grecia clásica ni de la antigua Roma imperial, sino que tiene su origen en la Inglaterra victoriana. De los ingleses se puede afirmar, sin temor a equivocarse o a caer en el tópico, que tienen la peor gastronomía conocida y que los vinos que puedan llegar a producir en sus islas no sirven ni como colutorio. Sin embargo es innegable que a lo largo de los años han sabido buscar y encontrar a quien les cocinara y dónde localizar las tierras para retirarse a plantar viñedos para producir excelentes vinos de su gusto.
1 comentario:
No va usted equivocado: Incluso el mediterráneo es un invento británico. O quizás mejor: británico-germano.
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