Córdoba (I)
A las once de la mañana llegábamos al hotel, junto a la mezquita de Córdoba. En avión hasta Sevilla, taxi hasta la estación de Santa Justa para coger el AVE que, dicho sea de paso, salió puntual, algo que no deja de sorprender a quien viene desde Barcelona y, una vez en Córdoba, en taxi hasta el hotel. El taxista, entre semáforos y chistes sobre las obras en Barcelona y lo mal que se hacen las cosas en Cataluña, aprovechó para hacernos un elogioso compendio de lo bien que funcionan las cosas en su tierra gracias a las subvenciones de la junta de Andalucía, para mayor escarnio del que suscribe.
A las once y media nos sentábamos a desayunar como es debido. Media tostada de manteca colorá para mí, media con mantequilla para ella. Poco después, y tras peaje de ocho maravedíes por cabeza, entrábamos en la mezquita.
No me voy a explayar demasiado en la visita. No soy experto en arte, ni en historia ni arquitectura. Quien la haya visto, ya sabe lo que es, y quien no lo haya hecho, todo lo que pueda decir no será ni una sombra de lo que es en realidad. Eso sí, hacía ahí dentro un frío del carajo, que sumado a mi catarro, me mantuvo la hora larga de la visita tiritando y haciendo un generoso uso de los pañuelos de papel, que se acumulaban por montones en mis bolsillos. Este detalle, el del frío, me dio la posibilidad de comprobar que todavía se guardan en estos lugares ciertas costumbres que yo creía olvidadas allá por el paleolítico superior. Y es que para protegerme del frío, a la vez que protegía a los turistas de mis gérmenes, me puse la capucha del jersey. Cuál no fue mi sorpresa cuando, muy diligente, un guardia se me acercó para instarme a descubrirme la cabeza en señal de respeto. Como me quedé a cuadros y con cara de no comprender a cuento de qué, él se limitó a señalar los belenes que había expuestos y que por lo visto era el encargado de vigilar, tanto para su integridad física como espiritual. Amén.
Tras la visita nos fuimos de tapeo por las callejas de la judería. Vino, sangre encebollada, japuta en adobo y no sé cuantas cosas más, con una buena siesta como colofón.
A las once y media nos sentábamos a desayunar como es debido. Media tostada de manteca colorá para mí, media con mantequilla para ella. Poco después, y tras peaje de ocho maravedíes por cabeza, entrábamos en la mezquita.
No me voy a explayar demasiado en la visita. No soy experto en arte, ni en historia ni arquitectura. Quien la haya visto, ya sabe lo que es, y quien no lo haya hecho, todo lo que pueda decir no será ni una sombra de lo que es en realidad. Eso sí, hacía ahí dentro un frío del carajo, que sumado a mi catarro, me mantuvo la hora larga de la visita tiritando y haciendo un generoso uso de los pañuelos de papel, que se acumulaban por montones en mis bolsillos. Este detalle, el del frío, me dio la posibilidad de comprobar que todavía se guardan en estos lugares ciertas costumbres que yo creía olvidadas allá por el paleolítico superior. Y es que para protegerme del frío, a la vez que protegía a los turistas de mis gérmenes, me puse la capucha del jersey. Cuál no fue mi sorpresa cuando, muy diligente, un guardia se me acercó para instarme a descubrirme la cabeza en señal de respeto. Como me quedé a cuadros y con cara de no comprender a cuento de qué, él se limitó a señalar los belenes que había expuestos y que por lo visto era el encargado de vigilar, tanto para su integridad física como espiritual. Amén.
Tras la visita nos fuimos de tapeo por las callejas de la judería. Vino, sangre encebollada, japuta en adobo y no sé cuantas cosas más, con una buena siesta como colofón.
2 comentarios:
una hora esperando para que te sirvan una tapa mal hecha...
eso no pasa en Granada....
Las raíces te pierden Celia. Las tapas estaban ricas, pero claro, si a ti no te gusta el pescaíto frito...
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