El pueblo
No sé si existe un olor a pueblo. Siempre he vivido en la ciudad y mis padres nacieron en una ciudad también, así que no tengo en el haber de mi infancia veranos en el pueblo. No sé si todos los pueblos huelen igual, aunque supongo que no. Las ciudades sí, todas huelen igual de mal. Las que tienen puerto mezclan el olor a salitre con el humo de los coches y las basuras, pero poco más. Supongo que para reconocer un lugar por su olor, se hace necesario haber pasado ahí largas temporadas y acumular vivencias que regresen a la conciencia con sólo sentir ese olor familiar. Porque el olfato es muy peculiar. A menudo no le damos importancia, no tenemos conciencia de que está ahí, recibiendo información y acumulando recuerdos. Hasta que regresamos. Es un sentido que funciona por repetición, y quizás sea el más sugestivo al evocar, porque actúa por sorpresa.
He pensado en ello mientras evocaba el resto de los sentidos, que los he traído rebosantes de pueblo. La vista, que se jacta de ser la más fiel e inmediata, ha venido repleta de casas encaladas y paisajes para echar de menos. El oído se ha regalado de acentos granadinos, ladridos de perros, gallos saludando al nuevo día, crepitar de leña en la estufa y crujido de escarcha. El frío de las mañanas y las noches afuera y el calor junto al fuego los recuerda el tacto, junto a la áspera corteza de la leña o la calidez de las sábanas de franela. Pero sin duda que el sentido más mimado ha sido el gusto. Las tortas de manteca, los roscos, el vino cosechero o la sopa de andrajos y otras delicias que nos ha cocinado la tía de mi anfitriona así lo atestiguan. Y ahí, en la cocina, el olfato también ha estado bien cuidado, qué duda cabe.
Será alguna especie de romanticismo de urbanita, pero pensaba que al llegar, aspiraría hondo y obtendría olor a pueblo, como quien destapa un frasco de perfume. Así de simple. Lo más probable es que se deba a que he ido ahora, que es cuando los olores –que son frioleros– hibernan. Sólo cuando el viento soplaba del sur, bajando a ras de las faldas de Sierra Nevada, me traía un sutil olor a nieve y a pinos. O cuando vagábamos por los pinares, en esos claros donde la tibieza del sol quitaba el hielo a las piedras, alguna mata de tomillo se atrevía a saludarme tímida con su perfume. O el olor dulzón de la leña al arder.
Quizás tendré que esperar a regresar. Será entonces cuando, actuando por sorpresa y tras haber olvidado la desconfianza que he depositado en él, el olfato me regale evocar estos días que he pasado en este pueblo.
He pensado en ello mientras evocaba el resto de los sentidos, que los he traído rebosantes de pueblo. La vista, que se jacta de ser la más fiel e inmediata, ha venido repleta de casas encaladas y paisajes para echar de menos. El oído se ha regalado de acentos granadinos, ladridos de perros, gallos saludando al nuevo día, crepitar de leña en la estufa y crujido de escarcha. El frío de las mañanas y las noches afuera y el calor junto al fuego los recuerda el tacto, junto a la áspera corteza de la leña o la calidez de las sábanas de franela. Pero sin duda que el sentido más mimado ha sido el gusto. Las tortas de manteca, los roscos, el vino cosechero o la sopa de andrajos y otras delicias que nos ha cocinado la tía de mi anfitriona así lo atestiguan. Y ahí, en la cocina, el olfato también ha estado bien cuidado, qué duda cabe.
Será alguna especie de romanticismo de urbanita, pero pensaba que al llegar, aspiraría hondo y obtendría olor a pueblo, como quien destapa un frasco de perfume. Así de simple. Lo más probable es que se deba a que he ido ahora, que es cuando los olores –que son frioleros– hibernan. Sólo cuando el viento soplaba del sur, bajando a ras de las faldas de Sierra Nevada, me traía un sutil olor a nieve y a pinos. O cuando vagábamos por los pinares, en esos claros donde la tibieza del sol quitaba el hielo a las piedras, alguna mata de tomillo se atrevía a saludarme tímida con su perfume. O el olor dulzón de la leña al arder.
Quizás tendré que esperar a regresar. Será entonces cuando, actuando por sorpresa y tras haber olvidado la desconfianza que he depositado en él, el olfato me regale evocar estos días que he pasado en este pueblo.
3 comentarios:
Don Arebatos: ¡Un gran texto! Me gusta cuando s epone usted costumbrista.
Por cierto, me da mucha pena que no tenga usted pueblo. ¡Pobrecico!
Lo más parecido a pueblo que he tenido ha sido un camping entre la playa y la autovía de Castelldefels.
El pueblo de mi abuelo no caló como lugar de veraneo en mis padres. Quizás fuera porque estaba mal comunicado y no tenía ni agua corriente.
Yo también soy "urbanita",pero conservo de los pueblos de mis familiares el olor invernal a leña y escenas que en una ciudad resultarían imposibles hoy en día.Pero cuánto disfrutamos los pocos días que volvemos ¿verdad?Un abrazo.
Publicar un comentario