Narrativas (III). Relato: Narrador protagonista
Supongo que es aquí, pero quedar en una cafetería de esta calle no ha sido una feliz idea me temo. Sólo se me ocurre citarnos junto a un olivo en Jaén como peor ocurrencia, pero ya no hay solución. Entro y el local me envuelve con su confortante y cálido aroma a café recién hecho, tintineo de tazas y cucharillas y el suave ronroneo de las conversaciones a media voz. La disposición ordenada de las mesas, en dos hileras a la derecha del local en perfecta simetría con el suelo en damero, con un pasillo de separación frente a una larga barra de mármol blanco; los altos ventanales derramando una sólida luz que dibuja caracoleos elevándose perezosos de los cigarrillos, y las dos chicas guapas que atienden las comandas, me sugieren que será una espera por lo menos amena.
Un reloj preside la sala, en la pared al fondo. Son las siete menos diez: he llegado temprano. Me siento entre dos ventanales, de forma que permanezco al abrigo de cierta penumbra mientras que el sol alumbra la mesa e imprime destellos en el cristal tallado del cenicero; es un buen lugar para leer. Mientras busco mi libro en la bolsa una camarera, morena de ojos como tizones y formas generosas, se acerca a mi mesa para atenderme. Me pilla de sorpresa tanta rapidez. Cojo la carta de tés y cafés, pero su amplio surtido me abruma, y temiendo impacientar a la estampa de Romero de Torres que me espera, concluyo pedir un simple café con leche. Al rato me lo deja sobre la mesa y murmuro un gracias de forma distraída, para levantar la mirada cuando se aleja y comprobar así que el reverso es tan jugoso como el anverso. Un par de pensamientos lúbricos cruzan mi mente, pero los neutralizo al instante reanudando mi lectura. El final del capítulo me recuerda que mi café con leche debe estar enfriándose, así que coloco el punto de libro en la página donde me he quedado. En el cenicero, una lombriz de ceniza cuelga del filtro chamuscado formando un arco. Me acerco la taza y observo un corazón de crema en la espuma. Pienso si será fruto del azar o hecho a propósito. Aunque, sea cual sea su origen, está claro que la chica que me lo ha servido ha tenido que darse cuenta por fuerza. Miro hacia la barra y ella me devuelve la mirada, sonríe y algo ruborizada empieza a recoger tazas y platillos atropelladamente. Pienso si decirle algo, pero al momento recuerdo que estoy esperando a alguien y que no es cuestión de que me encuentre coqueteando con la camarera. Que, por cierto, ¿qué hora será? Miro hacia el espejo, pues tengo el reloj a mi espalda. El dibujo invertido que me devuelve el reflejo me lleva más tiempo de lo habitual para descifrarlo, y aún después fuerzo la cabeza para mirar por el rabillo del ojo hacia atrás y asegurarme. Hace más de diez minutos que debería haber llegado. Aunque, en realidad, no me molesta esperar siempre que esté en un lugar acogedor y con un buen libro, como es el caso. Lo abro por la página marcada, pero no logro centrarme en la lectura y lo dejo de nuevo sobre la mesa. Empiezo a estar intranquilo. ¿Será esta la cafetería donde me citó? Ya pasan quince minutos de las siete. Vuelvo a mirar hacia la pared de enfrente para observar el bar a través del espejo. ¿A través? El efecto visual nos condiciona el lenguaje. Parece que las cosas ocurran al otro lado del espejo, y pese a saber que no es así, decimos ver a través como si en realidad fuera un cristal que separa dos mundos paralelos. Observo delante de mí al señor que lee el periódico tras de mí. Intento descifrar los titulares escritos en caracteres que recuerdan vagamente la escritura rusa. Cuando se dirige a su compañero de mesa, me sorprende escuchar la voz detrás y del derecho. En la mesa que tengo al lado, una chica mira atentamente los zapatos de otra chica que está dos mesas más allá, que a su vez habla con su compañero que mira disimuladamente el escote de la camarera, que echada hacia delante, pasa una bayeta a las mesas. Me imagino pasando mis manos por el hueco del sugerente escote para sopesar esos hermosos pechos que se mueven al ritmo que imprime su mano trazando círculos sobre el mármol. Desvío la mirada y la mente de esa imagen para contener una incipiente erección. Vuelvo a mirar el reloj –joler– cuando ya son las siete y veinte. No puede ser que tarde tanto, sin duda me habré confundido de cafetería. Observo en el fondo de la taza la espuma tostada que se ha secado adquiriendo una textura gomosa. Levanto la cabeza y percibo un fugaz movimiento de la chica que me ha atendido que, observándome parapetada tras la barra, ahora simula estar ocupadísima sacando brillo a una limpísima cafetera. Recojo el libro, el tabaco y el mechero y lo guardo todo en la bolsa. Me levanto, hurgo en el bolsillo y dejo unas monedas sobre la mesa, propina incluida. No quiero perder el tiempo esperando la vuelta. No cabe duda de que me he equivocado. Echaré un vistazo por las otras cafeterías, a ver si tengo suerte y ella todavía me espera.
Un reloj preside la sala, en la pared al fondo. Son las siete menos diez: he llegado temprano. Me siento entre dos ventanales, de forma que permanezco al abrigo de cierta penumbra mientras que el sol alumbra la mesa e imprime destellos en el cristal tallado del cenicero; es un buen lugar para leer. Mientras busco mi libro en la bolsa una camarera, morena de ojos como tizones y formas generosas, se acerca a mi mesa para atenderme. Me pilla de sorpresa tanta rapidez. Cojo la carta de tés y cafés, pero su amplio surtido me abruma, y temiendo impacientar a la estampa de Romero de Torres que me espera, concluyo pedir un simple café con leche. Al rato me lo deja sobre la mesa y murmuro un gracias de forma distraída, para levantar la mirada cuando se aleja y comprobar así que el reverso es tan jugoso como el anverso. Un par de pensamientos lúbricos cruzan mi mente, pero los neutralizo al instante reanudando mi lectura. El final del capítulo me recuerda que mi café con leche debe estar enfriándose, así que coloco el punto de libro en la página donde me he quedado. En el cenicero, una lombriz de ceniza cuelga del filtro chamuscado formando un arco. Me acerco la taza y observo un corazón de crema en la espuma. Pienso si será fruto del azar o hecho a propósito. Aunque, sea cual sea su origen, está claro que la chica que me lo ha servido ha tenido que darse cuenta por fuerza. Miro hacia la barra y ella me devuelve la mirada, sonríe y algo ruborizada empieza a recoger tazas y platillos atropelladamente. Pienso si decirle algo, pero al momento recuerdo que estoy esperando a alguien y que no es cuestión de que me encuentre coqueteando con la camarera. Que, por cierto, ¿qué hora será? Miro hacia el espejo, pues tengo el reloj a mi espalda. El dibujo invertido que me devuelve el reflejo me lleva más tiempo de lo habitual para descifrarlo, y aún después fuerzo la cabeza para mirar por el rabillo del ojo hacia atrás y asegurarme. Hace más de diez minutos que debería haber llegado. Aunque, en realidad, no me molesta esperar siempre que esté en un lugar acogedor y con un buen libro, como es el caso. Lo abro por la página marcada, pero no logro centrarme en la lectura y lo dejo de nuevo sobre la mesa. Empiezo a estar intranquilo. ¿Será esta la cafetería donde me citó? Ya pasan quince minutos de las siete. Vuelvo a mirar hacia la pared de enfrente para observar el bar a través del espejo. ¿A través? El efecto visual nos condiciona el lenguaje. Parece que las cosas ocurran al otro lado del espejo, y pese a saber que no es así, decimos ver a través como si en realidad fuera un cristal que separa dos mundos paralelos. Observo delante de mí al señor que lee el periódico tras de mí. Intento descifrar los titulares escritos en caracteres que recuerdan vagamente la escritura rusa. Cuando se dirige a su compañero de mesa, me sorprende escuchar la voz detrás y del derecho. En la mesa que tengo al lado, una chica mira atentamente los zapatos de otra chica que está dos mesas más allá, que a su vez habla con su compañero que mira disimuladamente el escote de la camarera, que echada hacia delante, pasa una bayeta a las mesas. Me imagino pasando mis manos por el hueco del sugerente escote para sopesar esos hermosos pechos que se mueven al ritmo que imprime su mano trazando círculos sobre el mármol. Desvío la mirada y la mente de esa imagen para contener una incipiente erección. Vuelvo a mirar el reloj –joler– cuando ya son las siete y veinte. No puede ser que tarde tanto, sin duda me habré confundido de cafetería. Observo en el fondo de la taza la espuma tostada que se ha secado adquiriendo una textura gomosa. Levanto la cabeza y percibo un fugaz movimiento de la chica que me ha atendido que, observándome parapetada tras la barra, ahora simula estar ocupadísima sacando brillo a una limpísima cafetera. Recojo el libro, el tabaco y el mechero y lo guardo todo en la bolsa. Me levanto, hurgo en el bolsillo y dejo unas monedas sobre la mesa, propina incluida. No quiero perder el tiempo esperando la vuelta. No cabe duda de que me he equivocado. Echaré un vistazo por las otras cafeterías, a ver si tengo suerte y ella todavía me espera.
Descripción de los tipos de narrador aquí y también aquí.
2 comentarios:
Me encantan tus relatos, las descripciones,casi puedo oler el humo del cigarro y del café caliente, casi puedo ver los sugerentes y rítmicos pechos de la camarera. Precioso..
Pues mira Lolita, cuando te conviertas en una cineasta, ya sabes dónde puedes encontrar un guionista. Un actor no, ya te lo advierto, que yo sería como Miles Davis, que tocaba dando la espalda al público.
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