¡Abuela, esto está de muerte!
Mi abuelo materno nació en un pueblo de Castellón, en el interior, una zona agreste e incomunicada, olvidada de la mano de Dios y del hombre, que hoy es parque natural. De la carretera nacional que lleva a Teruel sale un desvío que lleva al pueblo más importante de la comarca. Desde ese pueblo, una carretera lleva hacia otro que, pese a ser menos importante, todavía tenía mercado. Y desde ese, una pista de tierra salía para morir en el pueblo de mi abuelo. Durante muchos años, la única forma de llegar era andando o en mula; de catorce a dieciséis horas desde Barcelona. De hecho, dicen las malas lenguas que ni los árabes que invadieron la península se molestaron en conquistarlo.
Durante los primeros años de mi vida, mis padres me llevaron al pueblo algunos veranos. Recuerdo el calor que nos encerraba en casa hasta las últimas horas de la tarde. Los corrales donde iba con mis primos a incordiar a los pavos para hacerlos gluglutear y así despertar de la siesta a los vecinos. La “piscina” del pueblo, que no era otra cosa que una balsa de regadío llena de renacuajos y culebras. Las idas y venidas a la fuente, con cubos y cántaros, pues no hubo agua corriente hasta entrados los años ochenta. Y el horno, donde iba todo el pueblo a hacer pan, rosquillas de anís y figues albardaes, que son una especie de buñuelos que envuelven un higo y recubiertos de azúcar.
Era el pueblo perfecto para vivir incomunicado, cotillear y jugar al dominó, por eso mis padres se hartaron pronto y dejamos de ir. Pero durante años, mi abuela, su hermana y su cuñada continuaron yendo cada verano. Y cada verano, mi abuela iba con el encargo de hacer rosquillas para toda la familia; encargo que cumplió durante unos años hasta que se hartó. Recuerdo, como si fuera hoy, el día que regresó del pueblo sin rosquillas y la conversación que tuvo con mi madre.
–¿No has hecho rosquillas este año? ¡Qué disgusto se llevarán tus nietos!
–No. Estoy ya muy vieja y me canso de hacer tantas. Además, en el horno hace mucho calor.
–Pero tienes a toda la familia esperándolas…
–Y las tendrán. Ahora bajo al Rosendo (la panadería de la esquina) que las hacen muy buenas, y compro un par de quilos.
Yo tendría unos diez años y recuerdo que quedé desconcertado. Eso era mentir, era un engaño. Durante toda mi corta vida, mis padres me había repetido una y otra vez que no se debía mentir, que estaba mal, y ahora mi abuela estaba engañando a toda la familia. Pero la vi tan resuelta y decidida que me puse a reír, sobretodo cuando se dirigió a mí para decirme:
–Tú no digas nada ¡eh! Esto es un secreto entre nosotros.
Además, a mí las rosquillas del Rosendo me gustaban horrores.
Días después, mi abuela nos explicaba las exclamaciones de satisfacción de toda la familia por lo buenas que eran las rosquillas del pueblo, que dónde va a parar, ni punto de comparación con las que se hacen aquí. Y se reía con toda su alma mientras nos lo contaba.
Durante los primeros años de mi vida, mis padres me llevaron al pueblo algunos veranos. Recuerdo el calor que nos encerraba en casa hasta las últimas horas de la tarde. Los corrales donde iba con mis primos a incordiar a los pavos para hacerlos gluglutear y así despertar de la siesta a los vecinos. La “piscina” del pueblo, que no era otra cosa que una balsa de regadío llena de renacuajos y culebras. Las idas y venidas a la fuente, con cubos y cántaros, pues no hubo agua corriente hasta entrados los años ochenta. Y el horno, donde iba todo el pueblo a hacer pan, rosquillas de anís y figues albardaes, que son una especie de buñuelos que envuelven un higo y recubiertos de azúcar.
Era el pueblo perfecto para vivir incomunicado, cotillear y jugar al dominó, por eso mis padres se hartaron pronto y dejamos de ir. Pero durante años, mi abuela, su hermana y su cuñada continuaron yendo cada verano. Y cada verano, mi abuela iba con el encargo de hacer rosquillas para toda la familia; encargo que cumplió durante unos años hasta que se hartó. Recuerdo, como si fuera hoy, el día que regresó del pueblo sin rosquillas y la conversación que tuvo con mi madre.
–¿No has hecho rosquillas este año? ¡Qué disgusto se llevarán tus nietos!
–No. Estoy ya muy vieja y me canso de hacer tantas. Además, en el horno hace mucho calor.
–Pero tienes a toda la familia esperándolas…
–Y las tendrán. Ahora bajo al Rosendo (la panadería de la esquina) que las hacen muy buenas, y compro un par de quilos.
Yo tendría unos diez años y recuerdo que quedé desconcertado. Eso era mentir, era un engaño. Durante toda mi corta vida, mis padres me había repetido una y otra vez que no se debía mentir, que estaba mal, y ahora mi abuela estaba engañando a toda la familia. Pero la vi tan resuelta y decidida que me puse a reír, sobretodo cuando se dirigió a mí para decirme:
–Tú no digas nada ¡eh! Esto es un secreto entre nosotros.
Además, a mí las rosquillas del Rosendo me gustaban horrores.
Días después, mi abuela nos explicaba las exclamaciones de satisfacción de toda la familia por lo buenas que eran las rosquillas del pueblo, que dónde va a parar, ni punto de comparación con las que se hacen aquí. Y se reía con toda su alma mientras nos lo contaba.
3 comentarios:
¡Qué suerte magnífica la nuestra, Arrebatos! Pudimos disponer de un pueblo con río, balsas y culebras; corrales con animales para hacerles fechorías; abuelas que hacían pastas en el horno del pueblo... y además aprendimos la importancia del sentido de la prudencia (que es ese terreno intermedio que está entre la verdad y la mentira).
aysh...
los pueblos...
con sus balsas, sus culebras, sus avispas, sus ovejitas...y la repostería familiar...
a mí mi abuela me seguía enviando a comprar leche con la lechera de aluminio de un litro a pesar de que sabía que ya no la vendían...sólo por el placer de tomarme el pelo...
Una noche llegué, a comprar la leche, y la señora me dijo: Celia, si ya no vendemos
y yo: pero si mi abuela me ha dicho que venga!
y ella (Angustias se llamaba la señora): Pero si tu abuela está aquí conmigo!!!
la cabrona se estaba descojonando...sentada en el saloncito de Angustias...
y yo con la lechera en la mano...
Sí Don Gregorio, ese día comprendí que no todas las mentiras son malas. Aunque una cosa es lo que hizo mi abuela y otra muy distinta, Celia, es lo de la tuya. Eso ya es mala leche.
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